lunes, 18 de septiembre de 2017

Profe, tengo una pregunta. Por Manuel Becerra. Revista Anfibia

A propósito del tratamiento en las aulas sobre la desaparición de Santiago Maldonado.


“No somos los docentes subversivos quienes metemos a Maldonado con fórceps en el aula, sino el mismo Estado el que nos pide que busquemos las formas de trabajar esos contenidos”, escribe Manuel Becerra, maestro de Historia. La desaparición de Santiago Maldonado se discutió en muchas escuelas argentinas, incluso a pedido de los mismos estudiantes. Los docentes fueron acusados de “adoctrinar”. El peor pecado, escribe el autor, es subestimar a los pibes: creer que son frasquitos de cristal que se pueden rellenar con emulsiones de malicia. 

El miércoles 30 de agosto empecé la clase de Historia en 4° año con menos tiempo del habitual. La profe de Literatura me había pedido una de mis dos horas porque quería terminar de ver una película, de modo que solo me quedaban 40 minutos. En ese tiempo una tenía que hacer un repaso velocísimo –imposible, banal– de las políticas sociales del peronismo.

—Saquen la fotocopia, vamos a mirar rápido las páginas 67 y 68. 

Los alumnos manipulaban constituciones nacionales, las apartaban, las guardaban. 

—¿Tienen prueba de Derecho hoy?
 —Sí —contestaron. 

Así que un par de minutos después de encarar el trabajo para un lado, y con pocos minutos por delante, decidí darles una mano y mirar algunas cosas que, pensé, les podrían resultar útiles para la prueba. 

—Esperen hagamos una cosa: agarren sus constituciones y busquen el artículo 14 bis. Guadalupe, léelo en voz alta.
 —“El trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes…” —empezó a leer Guadalupe. La iba frenando para hacer algunas puntualizaciones—. “…participación en las ganancias de las empresas…”. 
 —Quedémonos ahí. 



Empezamos un debate acerca del significado de este fragmento, del contexto político de la sanción de la reforma constitucional de 1949 y del de su anulación en 1957, de su soslayo a pesar de ser un derecho constitucional. La charla fue derivando hacia la inconsistencia entre la letra de la ley y su cumplimiento efectivo. 


—Profe, ¿vio el video que salió sobre lo de Santiago Maldonado? —preguntó María V.  
—No. A ver, busquen el artículo 75, inciso 17. Sabrina, léelo. Y Sabrina arrancó. —“Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar… la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan”.
 —Frená ahí. 

Quienes no son docentes ni alumnos desconocen la cotidianidad de los vínculos que construimos todos los días en las aulas. Esto impide reconocer algunas de sus lógicas de funcionamiento: un docente puede planificar hasta el más imperceptible de los detalles de una clase, seleccionar cuidadosamente los contenidos, materiales y consignas a desarrollar. Puede haber tomado todas las precauciones que nos enseñaron en el profesorado para reducir al mínimo el vacío o la falta de tiempo. Pero la clase, como toda aplicación real de un diseño imaginado, se topa con variables de incertidumbre. 

En el aula, esos elementos disruptivos, muchas veces, tienen que ver con un tejido social desgarrado y sus efectos –pibes llorando, golpeados, violentos, pibas embarazadas a los 13–, con la falta de infraestructura –faltó el único profe que tiene llave del armario donde está el proyector– y otros aspectos macro. Pero por fuera de las guadañas de la alienación que acechan al trabajo docente, hay una variable de incertidumbre que, por el contrario, es la más virtuosa de todas: la pregunta de los pibes. 

Más aún: no cualquier pregunta sino la que funciona de punta del iceberg, de Aleph borgeano de inquietudes solapadas que se han ido configurando lentamente en la subjetividad de los pibes. Y por alguna razón, la desaparición de Santiago Maldonado funcionó así.

El acto educativo es una obra que no trata sobre los docentes. Los protagonistas del cuento son los chicos y las chicas que van adquiriendo esa rutina repetitiva de asistir a clase a un horario determinado para esperar todos los días más o menos lo mismo. En ese hábito que se extiende por 14 años de forma diaria y obligatoria es que está el más brutal de los adoctrinamientos, en todo caso, y no en lo que diga un docente. 

Pero decíamos: los protagonistas son ellos. La desaparición de Santiago Maldonado, y su rebote social y mediático, permiten trabajar desde ese caso cuestiones relacionadas a los Derechos Humanos, la propiedad de la tierra, los latifundios, los derechos de los pueblos originarios, el concepto de desaparición forzada, la vigencia de la ley, las relaciones de fuerzas entre el Estado y los empresarios, entre una infinidad de etcéteras que figuran no en una sino en varias materias de cualquier Diseño Curricular –esto es, la definición concreta de contenidos– de las escuelas argentinas. Por su parte, los marcos pedagógicos de toda la normativa educativa vigente impulsan la formación de sujetos críticos, solidarios, comprometidos con el sistema democrático, con herramientas para analizar su comunidad, su país y su mundo. 

Dicho de otro modo: no somos docentes subversivos –por usar una categoría que parece haber recobrado vigencia– quienes metemos a Maldonado con fórceps en el aula, sino el mismo Estado el que nos pide que busquemos las formas de trabajar esos contenidos. Y este caso logró la materia prima, la piedra filosofal del acto educativo: alumnas y alumnos preguntando: ¿Dónde está Santiago Maldonado? 

¿Cómo desaprovechar la oportunidad de tener a los pibes inquietos por un tema para trabajar los mismos contenidos que nos indica la ley? 




En escenarios de intenso debate político puede ser normal pasar, en el aula, de lo planificado al emergente en apenas 15 minutos. Políticas sociales del peronismo, reforma constitucional de 1949, Santiago Maldonado. Sin escalas. Porque así, con espasmos e intensidad, es como se marca la agenda en la coyuntura política argentina del siglo XXI. 

Ante eso, CTERA –la confederación de sindicatos docentes más importante del país– elaboró un cuadernillo de materiales para abordar la desaparición de Santiago Maldonado en las aulas. Algunos docentes decidieron tomar esas sugerencias, se detectaron esas actividades áulicas y sobrevino el escándalo: “Adoctrinamiento”. Hordas de indignados virtuales –y no tanto– compartiendo modelos de notas para negarnos a los docentes mencionar, frente a sus hijos, el nombre ardiente -porque quema, porque deja en evidencia, porque falta- de Santiago Maldonado. 

Directoras y rectores desatados prohibiendo, de palabra, mencionar el nombre maldito del desaparecido. El remedio, para ellos y ellas, pareció conjurar el ensordecedor grito por su aparición por medio del silencio. Justo en la escuela: el lugar de las preguntas, de los gritos en el recreo, de las voces que susurran y ríen. Justo en el siglo XXI: donde aunque un docente no lo nombre en el aula las pintadas están, los videos circulan en las redes, los news bussinessmen agreden mapuches en su circo salvaje de los domingos a la noche. Justo en la era de la ubicuidad y la sobreinformación, la reacción inmediata fue imponer el silencio. 

A la posmodernidad, al posfordismo, al postodo se le puede pedir cualquier cosa, menos silencio. 

Taparles la boca a los pibes sólo les genera más ganas de gritar.




Sospecho que hay una idea medio espectral sobrevolando la indignación de moda. Más allá de la evidente demonización que el gobierno ha hecho de los docentes –mafiosos, mercenarios, millonarios, faltadores–, los materiales de CTERA, la reacción –obvia– de los docentes de trabajar el tema en las aulas y la salvaje condena biliar que se desató parecen tener un hilo conductor. Tal vez sea la idea de que la publicación de materiales, por parte de un sindicato, implica que los afiliados al mismo vamos a salir acríticamente, como un ejército de caminantes blancos, cuadernillo en mano, a conquistar las aulas. Nuestras armas serían una retórica implacable que lava cerebros al instante, como un toque Midas que resetea las subjetividades que los pibes construyeron durante años y años, para derramar la cicuta: el nombre maldito del desaparecido. 

Por otra parte, los sindicatos tienen todo el derecho de publicar los materiales que deseen de forma inconsulta, en el marco de la libertad de expresión. Otro escenario es que sus afiliados, o docentes no afiliados, decidan usar esos materiales en clase. Como afiliado a un sindicato enmarcado dentro de CTERA, opté por no hacerlo (y me reservo, en este caso, las razones). Ni siquiera me sugirieron utilizarlos. Es más: no conozco de primera mano a nadie que lo haya hecho (pero, naturalmente, mi universo es muy limitado). 

Las sugerencias didácticas que pueda elaborar un gremio no son –de ninguna manera– de cumplimiento obligatorio: sí lo son, en cambio, las indicaciones de los Diseños Curriculares y las leyes educativas vigentes. Y sólo el Estado tiene esa potestad, que es indelegable.  


—Ustedes no lo van a creer, pero hay una campaña mediática feroz para que no estemos hablando de esto en este momento, que dice que la escuela debe ser apolítica y esto es adoctrinamiento. 

Los pibes, las pibas, soltaron el mate y los bizcochitos en el banco, dejaron de mirarse una mancha en la remera de Boca, apartaron los ojos del celular con carcasa de brillantina, y me miraron incrédulos. Enseguida siguieron bufas e indignaciones. No les entraba en la cabeza las razones de esa condena. 

Ellos fueron paridos con el cambio de siglo, transcurrieron casi toda su vida bajo el kirchnerismo. Nacieron en una Argentina feroz, pero con una institucionalidad democrática cuya legitimidad nadie pone seriamente en duda. 



Tal vez estas alumnas y alumnos, que han vivido toda su vida y transitarán toda su educación en una democracia sin amenazas, sepan perfectamente que todo lo humano es político. El peor pecado, siempre, es subestimarlos: creer que son frasquitos de cristal que se pueden rellenar con emulsiones de malicia. No: ellos entienden mucho mejor que la mayoría de los adultos lo que pasa adentro de un aula. 

Un día, ojalá, van a gobernar. Entretanto, exijámosle al gobierno la aparición de Santiago Maldonado. 

En el errático mundo de hoy, donde los valores y principios que guiaron a la comunidad internacional e impulsaron el nacimiento de los derechos humanos están en retroceso, se hace más necesario que nunca trabajar de manera estratégica, coordinada y sistemática para recuperar esos ideales y construir un mundo más justo. 

http://revistaanfibia.com/cronica/profe-tengo-una-pregunta/

El Maestro quemado. Revista Anfibia

Compartimos un artículo de Manuel Becerra en relación a la trabajo docente diario.


Es afuera del aula, y no adentro, donde acecha la alienación docente. En el burócrata que le pide otra planilla de Excel al profesor, en el ministro que los llama "vagos", en la exclusión que se mete en la sangre del alumno en forma de falopa. Lo artesanal de la docencia pasa por transitar la cornisa entre el acto educativo y las variables que le "queman la cabeza" al maestro. Y aunque las fábulas románticas sobre la escuela mienten, es el cariño por el trabajo escolar lo que hace un diferencial decisivo en la enseñanza. 

Carmen adivina lo que le va a contestar la Secretaria. Con más de 30 años de aula encima sabe decodificar las inflexiones de la voz y los gestos mínimos de quienes pueblan las escuelas. 

—Del Ministerio negaron la licencia porque dicen que el congreso ése no está auspiciado por el gobierno de la provincia. 
 —Pero es en España, Nora. Es un congreso sobre pedagogía y ciencias sociales y me invitaron especialmente, qué van a saber ellos del gobierno de la provincia.
 —No te queda otra que tomarte una licencia por asuntos personales… pero vas a perder presentismo y días. Fijate lo que te conviene. 
 —Y, tengo un doctorado en Didáctica de la Geografía y me invitaron especialmente a exponer… mirá si me lo voy a perder porque estos tipos solamente saben estampar sellos y bochar expedientes. Pasame un “Asuntos personales”. 

Carmen salió de Secretaría para macerar su derrota burocrática en Sala de Profesores. A las diez y media de la mañana en general no solía haber nadie, así que pudo digerirla tranquila. No fue tan doloroso: ella ya lo sabía de antes. Sabe con qué bueyes ara. Hace más de 30 años sabe con qué bueyes ara. 




El sistema educativo es una trituradora de subjetividades. Todas las expectativas que le ponemos al momento en que vamos a entrar al aula por primera vez se van cortando a cuchillo y entrando en una línea de montaje que, como en la película The Wall, terminan cayendo en una picadora de carne. Con el tiempo los docentes vamos aceptando lo que pasa dentro de las escuelas –no dentro de las aulas sino en los pasillos, en sala de profesores, en las idas y vueltas al ministerio– como una verdad inmutable y única. Nos cruzamos con gente que no tiene ganas de estar ahí, porque se las han extirpado con el bisturí de una rutina burocrático-política que desintegra, como un ácido corrosivo, todo deseo. 

Soy un docente del Bicentenario: empecé a dar clases en junio de 2010 en segundo y en cuarto años de la secundaria. Llevo siete años como profesor en escuelas públicas porteñas. Mis alumnos forman parte de generaciones pauperizadas por los cimbronazos económico-sociales de la historia reciente: familias que, cada tantos años, parecen ser sujetadas de los pelos y ahogadas en la miseria.

¿Qué buscamos quienes trabajamos como docentes? ¿Una entrada estable de dinero? ¿Transformar la realidad? ¿O escapar de ella? La convivencia, prolongada en los años, entre personas con perfiles profesionales y pedagógicos dispares nos transforma en esponjas de un sistema implícito de normas y valores que conforman la dinámica escolar. 

En rigor, un pequeño porcentaje de esos códigos tienen un asidero jurídico real: el resto son tradiciones, gestos, miradas, que anulan o habilitan espacios para la tarea. En los recreos, en las horas libres y en los tiempos muertos aparecen entre los adultos los conflictos, las explicaciones, los chismes, los boicots. Y, de vez en cuando, aparecen personas con las que elegimos trabajar porque compartimos criterios. Y, muy de vez en cuando, la magia de un encuentro mirándose a los ojos y laburando con objetivos y metas comunes y transformadoras. Pero siempre a modo de excepción, a la que algunos queremos aferrarnos con todo el cuerpo y con toda el alma. Eso: aferrarse a la excepción. 

Aceptamos, acomodándonos a la rutina, que no se nos reconozca el trabajo innovador o la investigación pedagógica en pos de alguna absurda y obsoleta resolución ministerial firmada vaya a saber en qué pasado remoto. Como le pasó a Carmen. Aceptamos que los cambios de gobierno vengan acompañados de recetas mágicas para arreglar todos los problemas educativos en dos semanas, para lo cual –¡oh, sorpresa!– la responsabilidad recae íntegramente en nosotros. Vemos pasar ministros, gobernadores, presidentes, que hablan de la importancia central, estratégica y decisiva de la educación para el desarrollo del país, pero cuando tenemos que negociar salarios nos atacan con las chicanas de la mediocridad, la vagancia, la inutilidad, la obsolescencia y, finalmente, la reemplazabilidad. 


Algunos gobiernos, algunos funcionarios, han entendido mejor que otros la complejidad de trabajar como docente dentro del sistema educativo. Pero han pasado. Y si vuelven, también volverán a pasar. Y nosotros seguiremos allí, rondando el busto de Sarmiento que nos clava su mirada petrificada en la euforia decimonónica y su mandato ejemplar mientras para nosotros, en pleno siglo XXI de Netflix, reggaetón y violencia, pasan los años. Pero, como me dijo una docente a punto de jubilarse cuando entré a trabajar: “Yo todos los años tengo uno más, pero ellos siempre tienen 13”. Bienvenidos a la escuela: te aliena o te transforma. 

En los profesorados no se enseña el más siniestro de los contenidos ocultos de la carrera docente: aprender a gambetear el burn out. Estar quemado es una especie de necrosis emocional o psíquica que sobreviene cuando los emergentes de la escuela nos exceden. Los encuentros y desencuentros entre docentes están atravesados por el drama social, la falta de infraestructura, los salarios bajos, el desdén ministerial y gubernamental –o patronal, en las privadas–, la carga burocrática siempre tendiente al infinito, la necesidad de afecto de pibes sueltos por la vida sin lograr enganchar un pasamanos del cual agarrarse. El aglutinante del trabajo en la escuela es casi siempre un líquido pegajoso compuesto exclusivamente por miserias. 

Y eso sólo se aprende en la trinchera. 

—Dice Gabriel que no te va a tomar de nuevo, que ya te dio demasiadas oportunidades y que vos faltaste un montón, y así no se puede aprender. Y que no te va a aprobar por aprobar. 

A Estefi se le llenaron los ojos de lágrimas –otra vez– porque el profesor de Educación Cívica nunca quiso entender que ella faltó porque fue mamá y tuvo que cuidar a su bebé que nació prematuro y estuvo internado un mes. No la dejaba entrar al aula con el nene y le puso una sanción cuando amagó con darle la teta durante su hora. Ningún otro docente le hacía tanta historia, el resto más o menos entendía la situación. Estefi tragó saliva y lágrimas: si había algún consuelo era que Gabriel no tenía un problema personal, porque a la mayoría de sus compañeros le inventó alguna excusa medio irracional para no terminar de cerrar nunca las notas. Nadie del curso podía seguirle el ritmo: no entendían sus consignas, ni qué era lo que evaluaba, porque constantemente cambiaba las reglas. Así que Estefi se fue para el aula donde estaba Verónica, la profe de Biología. Le costaba mucho esa materia, pero Verónica siempre había sido clara y concreta con el trabajo que se hacía. 

—Mirá Estefi, a mí me parece que en lo que me entregaste a algunas respuestas les falta un poco de desarrollo.

Estefi quedó de nuevo al borde del llanto. En el aula, llena de grafitis de añares, hacía un calor insoportable: a fines de febrero el único ventilador que funcionaba estaba agonizando. Las paletas giraban en forma decorativa: no tiraban nada de aire. 

—Igual yo te vi hacer un esfuerzo enorme, y la verdad que no puedo dejar de valorar eso. Vos por ahí no terminaste de cerrar los contenidos de Biología, pero sí avanzaste desde el punto de partida. Además fuiste mamá y aprender a manejar los tiempos de crianza con las obligaciones es un esfuerzo enorme. Aprobaste. 

Estefi alzó a su bebé, que estaba ya transpirado y cansado de estar en el aula con ese calor, y dejó que una sonrisa enorme le transformara la cara. Había pasado de año. 

Las fábulas románticas sobre la escuela mienten. Ni los docentes somos héroes ni todos los pibes terminan sus trayectorias educativas habiendo aprendido cosas decisivas para su vida. Sin embargo, de esos relatos inspiradores y revolucionarios que todos hemos leído en el profesorado –la contraseña es “Paulo Freire”– emerge un sustrato de verdad. Es la variable crítica del acto educativo: la docencia es un trabajo que tiene sus pilares en un vínculo afectivo. Cuanto más clara, respetuosa y sanamente se tienda ese puente que implica –además– una relación de poder, las condiciones para educar serán más favorables. Dicho de otro modo: si en algo Freire la pegó era que con cariño por la tarea el trabajo escolar se hace con un diferencial decisivo. 




El aula tiene su propio microclima, más predecible que el universo adulto. Como los pibes tienen, siempre, la misma edad, a medida que pasan los años uno va aprendiendo cosas del panorama mental y psicológico de los chicos y adolescentes. Con buena voluntad, incluso los peores emergentes –un pibe que no se quiere enmarcar, una clase atravesada por tensiones vinculares irremontables, una situación de violencia– forman parte del universo de lo posible. A diferencia de la alienación que recorre con su corset las mentes docentes para asifixiarlas, en el aula el foco está puesto en el conocimiento, en los objetivos que uno se plantea, en las preguntas de los alumnos. En sus dificultades y sus aportes al proceso de aprendizaje. Ahí está el núcleo, lo verdadero, lo importante: en la enseñanza. 

En la clase está el centro de la galaxia educativa. La clase es una relación entre sujetos, alrededor de un campo de conocimiento, atravesado por estrategias didácticas en función de definiciones político-pedagógicas. Es una relación de poder, donde el docente debe ganarse ese lugar en función de aquel vínculo afectivo. Todo lo demás es coyuntura, es circunstancia: el contexto socioeconómico del país, las lógicas burocráticas ministeriales, la biología micropolítica institucional de cada escuela. Es entonces cuando, mirando desde fuera del aula, nos acecha la alienación docente –nuestra Parca personal– transubstanciada en ese compañero que nos psicopatea con mecanismos perversos, en ese burócrata que nos pide otra planilla Excel más, en ese ministro que nos llama “vagos”, en esa exclusión social que hace ruido en la panza de los pibes o que se les metió en la sangre en forma de falopa. ¿Pero está la Parca realmente fuera del aula? 

Lo artesanal de la docencia pasa por transitar la cornisa entre el acto educativo y las variables alienantes. El desafío entonces está en plantarse como un patovica brutal en la puerta para impedir que todo lo que perturba el laburo entre al aula. Algunas pocas veces se puede; la (enorme) mayoría de las veces no. Y ante eso sobreviene la frustración de no haber podido, de permitir que la lava de la exclusión social nos bañara en medio de la clase, desollándonos. Sin embargo, tal vez incluso en esas circunstancias fallidas, los pibes aprendieron algo. 

Lo más oculto, lo extraordinario, es que lo que realmente aprenden los alumnos son cosas que los docentes hacemos de forma inconsciente. Aprenden más de nuestros actos, de nuestras actitudes frente a las cosas que compartimos en esas pocas horas en que nos cruzamos por día, que de los contenidos de las clases. Aprenden de los gestos, de los cuerpos, de las inflexiones de la voz, de las broncas y las alegrías. La epifanía de descubrir eso nos asoma a la cornisa: no basta con preparar eficientemente una clase para asegurarnos que hubo un avance en el proceso de aprendizaje. Somos ejemplo todo el tiempo, nos miran más de lo que nos escuchan. Y eso nos deja a la intemperie de una mirada constante, curiosa, que busca una referencia. 

No hay guita que pague una mirada de respeto, cariño, admiración y reconocimiento. Porque, en tiempos de un capitalismo global incierto –de consumo, de violencia, de instantaneidad–, esas cuatro palabras –sobre todo en el marco de la escuela– parecen ser categorías obsoletas y perimidas. 

De un tiempo a esta parte, ex alumnos y ex alumnas comenzaron a comentarme, a algunos compañeros y compañeras y a mí, que en su paso por el colegio donde trabajamos ellos habían aprendido a defender sus derechos. Si bien lo hemos trabajado en clase, no estoy seguro de fuera un foco académico demasiado relevante. Lo aprendieron al vernos transitar la escuela, relacionarnos con nuestros propios compañeros y con el gobierno. Y que hayan aprendido eso significa que nosotros, de alguna manera, logramos comunicarlo sin palabras. Más aún: logramos enseñarlo sin palabras. 
Tal vez porque, simplemente, defender nuestros derechos es nuestra forma de vivir. Tal vez porque se enseña como se vive. 

http://revistaanfibia.com/cronica/el-maestro-quemado/

domingo, 17 de septiembre de 2017

17 de septiembre. Día del Profesor

En este tiempo, nos acordamos una y otra vez de esta película. Hoy nos deseamos Feliz Día como una expresión de deseo y esperanza más que como una realidad. Porque está en nosotrxs enfrentar la adversidad y encontrar un camino, reiteramos queridos colegas con más fuerza que nunca, ¡¡FELIZ DÍA!!


                                                                  Marcela y Luis

La lengua de las mariposas. Escenas pedagógicas.