domingo, 26 de marzo de 2017

¿Por qué vuelven los 70?


GALTIERI O EL PATO DONALD


¿Por qué vuelven los 70? 

Por Federico Lorenz

Desde el inicio del gobierno de Cambiemos, sectores antes relegados se sienten más libres para cuestionar la idea de un plan sistemático por parte de la dictadura cívico-militar, negando verdades probadas por la Justicia, fundantes de la democracia argentina.


El retroceso presidencial en la decisión de declarar “móviles” los feriados del 24 de marzo (aniversario del golpe militar de 1976) y el 2 de abril (aniversario del desembarco argentino en las Islas Malvinas en 1982) generó una serie de polémicas que trajeron a escena disputas relativas a la historia reciente. Se trata de dos fechas fundacionales de la actual democracia. El repudio a la dictadura, el rechazo a la violencia política y la revisión del pasado mediante la justicia se condensan en la primera. La segunda remite a un viejo reclamo territorial y a una causa nacional, en el marco de la cual el gobierno militar produjo un hecho político que desembocó en un desastre militar y en su entrega apresurada del poder. “La dictadura” y “Malvinas” están íntimamente unidas: son –y serán por muchos años– la puerta de entrada para revisar nuestro pasado reciente." 

Desde el inicio del gobierno de Cambiemos hay sectores, relegados hasta hace poco pero siempre activos en sus emprendimientos de memoria, que sienten que disponen de un mayor espacio para hacer valer sus deseos y visiones sobre el pasado. Mientras que algunas de esas opiniones apuntan a señalar huecos y debilidades en la información pública sobre esos años, otras directamente son negacionistas: relativizan lo que la justicia ya probó en juicios y lo que sancionaron leyes y políticas de Estado. En conjunto, cuestionan la idea de un plan sistemático por parte del gobierno cívico-militar, reivindican el accionar de las Fuerzas Armadas y de Seguridad en la “guerra contra el terrorismo” e impugnan la recuperación más o menos idealizada de la experiencia política de los años setenta. Para hacerlo, enfatizan en las víctimas de la violencia guerrillera y en su bestia negra más reciente: el kirchnerismo. 

Es lógico que los cambios de coyuntura generen discusiones sobre el pasado; lo que no es aceptable es que se cuestionen verdades probadas y condenadas en juicios que fueron fundantes para una sociedad. No se puede hablar de “opiniones” en relación con posturas negacionistas de hechos aberrantes que la Justicia condenó. En un proceso de memoria crítico y reflexivo debe haber espacio para el arrepentimiento y el perdón. Pero de eso, aquí y ahora, hay muy poco. 


Jalones 


En enero de 2016, quien abrió el fuego fue el entonces ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido, al señalar que “en Argentina no hubo 30.000 desaparecidos” y que esa cifra “se arregló en una mesa cerrada” con el fin de obtener subsidios (1). Días antes, el secretario de Derechos Humanos de la Nación había recibido a representantes del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV), una asociación que reúne a víctimas de acciones violentas de las organizaciones armadas. La Secretaría salió rápidamente a aclarar que “no es tema de análisis” el pedido de imprescriptibilidad de los delitos comunes cometidos hace 40 años (2), uno de los objetivos del CELTYV. 

El 9 de julio de 2016, Bicentenario de la Independencia argentina, desfilaron gran cantidad de ex combatientes y veteranos de la guerra de Malvinas. La novedad fue que en Tucumán, frente al Presidente, lo hicieron participantes en el Operativo Independencia (la operación de “aniquilamiento” del foco guerrillero del Ejército Revolucionario del Pueblo en Tucumán lanzada en 1975, un verdadero laboratorio de las prácticas del terrorismo de Estado). En la ciudad de Buenos Aires participó Aldo Rico, el jefe de comandos veterano de Malvinas que organizó el alzamiento carapintada de 1987 contra el gobierno democrático de entonces. Estos desfiles fueron vistos como una reivindicación por los acusados de violaciones a los derechos humanos. Así lo manifestó Ernesto “Nabo” Barreiro condenado en el Juicio de La Perla (Córdoba): “Tuve una profunda emoción cuando vi desfilar el 9 de julio a mis camaradas del monte y de la ciudad, los del Operativo Independencia, de Malvinas, de La Tablada… Así que estoy seguro de que tarde o temprano nos verán desfilar a muchos de nosotros frente al pueblo de nuestra querida patria. […] Así por fin, las sombras tenebrosas del efímero relato serán borradas para siempre por el sol perenne de la Historia” (3). 

Esos jalones tuvieron su ¿último exponente? en las recientes declaraciones televisivas de Juan José Gómez Centurión, actual titular de la Aduana, en las que relativizó la idea de un plan sistemático terrorista por parte del Estado y la cifra de los treinta mil desaparecidos. También analizó la Guerra de Malvinas (en la que combatió como oficial y fue condecorado) sin tomar en cuenta el contexto en que se produjo y señaló que el alzamiento carapintada de 1987 (del que fue parte junto con Rico y Barreiro) no fue un intento de golpe contra el presidente Raúl Alfonsín (4). 

Su testimonio, producto de un intercambio con un grupo de periodistas, es una radiografía de ese pensamiento que hoy se siente habilitado a reclamar su espacio. En un programa televisivo de los domingos a la noche, disparó algunas definiciones tajantes que fueron cuestionadas por la periodista Romina Manguel. Todo comenzó cuando ésta planteó que “la dictadura fue parte de un plan genocida”. Gómez Centurión respondió: “En tu visión militante vos estás diciendo que fue un plan genocida y yo no comparto esa visión de la historia”. Para el titular de la Aduana “no es lo mismo 8.000 verdades que 22.000 mentiras”, poniendo en tela de juicio la cifra de 30.000 desaparecidos que es hoy un emblema social. Afirmó que el golpe fue “una reacción absolutamente desmedida sobre un plan de toma del poder” de las organizaciones armadas. Cuando le señalaron que la sistematicidad del plan terrorista estatal había sido probado en juicios, reforzó que no creía que “el gobierno de facto haya sido un plan sistemático” y señaló que en cuanto a los juicios, algunas sentencias sí lo habían probado, mientras que “otras sentencias no, y la mayoría están sin sentencia”. Prosiguió diciendo que “plan sistemático… son adjetivos” y que “objetivamente, la realidad es otra”. 

Para Gómez Centurión, el de 1976 “fue un torpísimo golpe de Estado tomando el poder lidiando con un enemigo que no sabían cómo manejarlo y que habían arrancado en el 75 con una orden constitucional de aniquilamiento”. El argumento de la orden de represión por parte del gobierno justicialista de 1975 ya había sido utilizado en el Juicio a las Juntas para avalar lo realizado. Para Gómez Centurión, las víctimas de la represión se debieron a un problema metodológico: “La descentralización de la lucha lo que generó fue un [...] modelo caótico de conducción de la guerra” (durante la dictadura, el Documento Final del gobierno militar, preludio a la autoamnistía, habló de “errores” y “excesos”). La caracterización de la represión ilegal como guerra –planteada abiertamente entre 1976 y 1983, y sotto voce desde entonces–, reemergía como se lo representan muchos de sus protagonistas, como una guerra con características especiales, una “guerra sucia” para salvar a la patria. Por eso, Gómez Centurión pudo concluir: “Lo que ocurrió en los 70 fue una desgracia. No hay nada para reivindicar, ni de un lado ni del otro”, como si “ambos lados” fueran equiparables. 

En cuanto a la Guerra de Malvinas, en la que participó, Gómez Centurión relativizó la figura del general Leopoldo Galtieri, máximo responsable argentino, ante el peso del reclamo histórico: “El rol de Galtieri en la Historia va a desaparecer en la causa Malvinas. Malvinas tiene que ver con lo que pasó en 1833 y no con la decisión de Galtieri”. Cuestionado acerca de cómo afirmaba que el presidente de facto no tenía que ver, respondió: “Iba a ser Galtieri o iba a ser el Pato Donald”. 

Gómez Centurión señaló que esas eran sus opiniones, y que lo importante era debatir. Enfatizó que “parte del cambio es salir de la modalidad de lo políticamente correcto”. Otros funcionarios se apresuraron a aclarar que esas opiniones no expresaban el punto de vista del gobierno del que Gómez Centurión es funcionario. En otra emisión del mismo programa, Lopérfido señaló que reivindicaba el “derecho a opinar” y la gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, llamó a “no penalizar al que piensa distinto”. Sin embargo, el terrorismo de Estado no es una cuestión de opiniones, sino algo probado por la justicia. Gómez Centurión se disculpó a título personal, pero no se desdijo. 

Vulgata 


Estas manifestaciones reflejan una mirada sobre el pasado reciente que se consolidó desde el golpe de 1976, pero que abreva en tradiciones de pensamiento más antiguas, entre ellas la que responsabiliza de la violencia siempre a la izquierda, a la que confina en el papel de la revulsión y la ilegalidad.En este discurso, que llamé anteriormente vulgata procesista, se reivindica el accionar represivo por oposición a la violencia de las organizaciones guerrilleras. Desde 1983, la vulgata se reforzó con la idea conspirativa de que cuenta “lo que no se ha dicho hasta ahora”, la “verdad oculta” (5), mientras repite los argumentos de los militares en el Juicio a las Juntas, cosa juzgada. En este relato, la narración califica genéricamente a la violencia política como “terrorismo”. Además, el sincretismo entre “violencia política” y “terrorismo”, y entre éste y Montoneros o ERP, hace que todas las formas de militancia política con esa identidad pasen a ser lo mismo, y todos sus militantes, “terroristas”. Es la herencia de la estigmatización de la política durante la dictadura militar. 

Durante la dictadura y los primeros años de la democracia se estableció la imagen de la “subversión”, como un concepto genérico que comprendía no sólo la violencia armada sino también cualquier forma de actividad política, sindical y cultural. Desde 1983, esta visión no fue cuestionada, sino desplazada por el énfasis en las víctimas del terrorismo de Estado y las violaciones a los derechos humanos. Ese proceso simbólico, que tuvo su gran pico de divulgación con el Juicio a las Juntas, generó en los militares que dejaron el poder la sensación de que habían “perdido la batalla ideológica”." 

Ese es, precisamente, su reclamo actual. Y para hacerlo, utilizan en sus pedidos de justicia todas y cada una de las instancias y posibilidades que les negaron a sus víctimas hace cuarenta años. Fueron ellos mismos, los militares, quienes, al optar por la metodología clandestina represiva, con el ocultamiento de los cuerpos, los que definieron para siempre la imposibilidad de una equiparación jurídica entre los actos violentos de la guerrilla y los que ellos, como fuerzas del orden, realizaron. Impugnan las condenas en los Juicios, y la consiguiente condena social, refiriéndose a los hechos de sangre producidos por la guerrilla. Se aprovechan de que esa es una cuestión aún no saldada por nuestra sociedad y buscan presentar la violencia fuera de todo contexto histórico que pueda explicarla. 

Hacer esto, precisamente, es fundamental. Porque impactados por la violencia que vivimos en los “años setenta”, aún no la vemos como fundante de los límites de nuestro país del presente. La condena a la violencia que suscribimos fervorosamente a partir de 1983 parece olvidar que la democracia vigente se fundó mediante el arrasamiento a sangre y fuego no sólo de las organizaciones armadas, sino también de militantes obreros, activistas populares y, con ellos, de conquistas populares construidas durante décadas. 

La política de derechos humanos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández impulsó un gran proceso de revisión del pasado, y avivó el rechazo de quienes se sienten más expresados en el relato negacionista. Para ellos, los juicios a los represores pasaron a ser actos de venganza. Tras el Juicio a las Juntas de 1985, los sectores procesistas habían logrado cierta impunidad, desde mediados de 1980 hasta 2003, con el jalón imperdonable de los indultos menemistas. La política de Estado de Néstor Kirchner significó una ruptura con esa evolución para ellos favorable. 

El kirchnerismo nunca reivindicó lo que definió a las organizaciones revolucionarias, que fue la lucha armada. Cuando asumió, Kirchner se definió como “parte de una generación diezmada” cuyos valores no pensaba “dejar en la puerta de la Casa Rosada”. Al comienzo de su gestión, el eje de la pertenencia que reivindicaba se concentró en la revalorización del idealismo y la entrega de la generación de los militantes, y en el impulso a las políticas de memoria y justicia que habían sido patrimonio de los organismos de DD.HH. 

No obstante, esos gestos presidenciales, incompletos, parciales, a veces malversados, que abrieron la posibilidad de la revisión crítica y judicial del pasado, fueron vividos como una amenaza por quienes reivindicaban la dictadura militar y generaron respuestas por quienes vieron afectados sus intereses. 

Para leer al Pato Donald 


A finales de 2014, a partir de un convenio con el Ministerio de Educación de la Nación y la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), un grupo de especialistas realizó una encuesta a 1.877 jóvenes de escuelas secundarias de todo el país para analizar el impacto de las “políticas públicas de memoria” (6). Constataron que “el 87,4% de los estudiantes escuchó hablar sobre los desaparecidos”. El 70% reconoce su condición política, “aunque no mencionan identidades políticas sino que muchas veces lo hacen desde categorías del presente”; por ejemplo, “lucharon por la democracia”. En cuanto a la responsabilidad de la violencia, el 78,6% menciona a militares y fuerzas de seguridad, mientras que sólo el 2,3% menciona a “guerrilleros y/o subversivos”. Más llamativo es que apenas el 4,4% de los consultados menciona como responsables del golpe a “los empresarios, el poder financiero, la Iglesia, los medios y las potencias extranjeras, todos juntos.” En cuanto a Malvinas, el 96% sabe que ocurrió la guerra, pero “aparecieron serias dificultades para pensar la relación entre la guerra y la dictadura”. 

La encuesta muestra que una elevada proporción de los consultados reconoce la responsabilidad de la violencia en los militares. Muchos menos parecen capaces de pensar en su instrumentalidad: violencia para qué, para construir qué tipo de país y, mucho menos, quiénes se beneficiaron de la matanza. Podríamos pensar, entonces, que el énfasis de los negacionistas en la violencia guerrillera de los 70 busca evitar una revisión de la historia. No quieren que quede claro quiénes triunfaron socialmente gracias al golpe de los uniformados, que actuaron como su brazo armado. Las disputas se reducen, en consecuencia, a salvar la historia personal, manchada por crímenes aberrantes cometidos en nombre de la Patria. Los acusados, con sus reclamos, siguen siendo funcionales a los verdaderos beneficiarios de la dictadura cívico-militar, que aún hoy, en esta joven democracia, mantienen posiciones claves de poder. 

Es chocante la banalidad con la que alguien que vio caer a sus hombres en Malvinas puede decir que la decisión del desembarco la podría haber tomado un general que ejercía la presidencia de facto, o el Pato Donald. El personaje de Disney no podía declarar un conflicto y mandar a la muerte a centenares de jóvenes. Las instituciones militares no llevaron al poder a una caricatura sino a quienes tomaron decisiones nefastas de consecuencias deplorables. Fueron responsables, han debido hacerse cargo, y eso no se borra con burlas. Quien trivializa el debate con socarronería lo hace porque no está dispuesto a revisar su propia conducta. Busca presentar su negacionismo como una mera cuestión de opinión. Pretende dejar de lado “los detalles” ante los fines supremos (la Patria, la Nación, el territorio), pero busca sobre todo evitar una revisión de la sociedad desigual que fundó nuestra incipiente democracia. 

http://www.eldiplo.org/213-derechos-humanos-cuestion-de-estado/por-que-vuelven-los-70/