lunes, 18 de julio de 2016

Entrevista a la socióloga brasileña Vera Malaguti Batista



“El neoliberalismo se basa en políticas sociales penales”


Malaguti analiza los mecanismos a través de los cuales el régimen neoliberal desmonta el Estado de Bienestar y promueve la criminalización de la política y “discursos del miedo” para ejercer el control social.



La obsesión social con la violencia criminal, las políticas represivas, la persistencia cultural del colonialismo, el control social y el neoliberalismo son los principales caminos que explora la socióloga brasileña Vera Malaguti Batista en El miedo en la ciudad de Río de Janeiro, su libro publicado por la editorial de la Universidad Nacional de San Martín. Si bien su trabajo se concentra en Brasil, sus reflexiones extienden su alcance entre las sociedades latinoamericanas. “El neoliberalismo se basa en políticas sociales penales: disuelve al Estado de bienestar y desarrolla un tratamiento de la pobreza desde la política penal”, dice en esta entrevista con Página/12.

 —¿Por qué la violencia criminal es una de las grandes preocupaciones de las sociedades contemporáneas, al menos en América Latina?

 —Creo que es una manera plástica de ejercer el control social sobre los sectores populares, criminalizando las estrategias de supervivencia de los pobres. En el período neoliberal, un período con mucha pobreza y desempleo, la criminalización fue una estrategia muy eficaz, incluso para la criminalización de la izquierda. Milo Batista dice que el criminal es un fetiche, porque tapa la conflictividad social que hay por detrás. Esta ha sido una estrategia tan eficaz que hoy en Brasil vemos una criminalización de la política. La criminalización se constituyó en el principal eje político. Ya no se discute un proyecto de país.

—¿A qué denomina “discursos del miedo”, cómo los caracteriza?

—El discurso del miedo generalmente es impulsado por quienes están más protegidos. Si uno ve las estadísticas de violencia, al menos en Brasil, la gente que más muere es aquella de la que se tiene más miedo. El peligro, la posibilidad de sufrir violencia, está mucho más en zonas como las favelas que en los barrios más ricos. Pero son esos sectores sociales más ricos los que están detrás de un discurso de larga duración que ha transformado al pueblo en un “gran otro”. Esa estrategia tiene un origen europeo, comenzó con la colonización, es un discurso en contra del pueblo, de las minorías, las poblaciones originarias y afrodescendientes. Los discursos del miedo se agudizan siempre que hay protagonismo popular. Se construye una subjetividad que cree que el protagonismo popular va a generar el caos, el desorden. En Brasil eso es muy fuerte, por un enfrentamiento entre el orden colonial, blanco, y el vasto mundo de los pueblos originarios y afrodescendientes.

 –Civilización o barbarie.

—Exactamente. Y esa es una estrategia que siempre es reconstruida cuando hay una disputa política en la que las fuerzas populares pueden alcanzar el poder. El miedo al caos, a los sucios, a los inmorales, es una construcción de larga tradición histórica, no es algo que sucede solamente desde los años 90.

 –¿Cuál es el atractivo de los discursos del miedo? ¿Por qué logran adhesión social y no sólo entre los sectores acomodados?

—En momentos sociales complejos, es atractivo identificar el peligro afuera y atribuírselo a alguien. Además del rol que cumplen los medios de comunicación, la política criminal de drogas impuesta por los Estados Unidos juega un papel fundamental, es también una forma de educación. Por ejemplo, ha construido la figura del narcotraficante como un gran enemigo. Pero, cuando uno observa el comercio al menudeo de drogas, encuentra que es protagonizado por jóvenes sin ningún tipo de organización. Pero ese discurso hace que se constituya un sistema de control de los barrios más pobres, con blancos selectivos.

 —El discurso de la lucha contra las drogas legitima la violencia contra determinados sectores sociales?

—Claro, y en especial legitima la violencia geográficamente instalada. La guerra contra las drogas genera una espiral de violencia que está en constante crecimiento.

 –¿Cuál es la relación particular de estos discursos con el neoliberalismo? En su libro se refiere a “la política penal como la gran política social del neoliberalismo”.

—Es un poco la tesis del sociólogo Loïc Wacquant, que ha rectificado la comprensión que teníamos del neoliberalismo como algo que destruye las redes colectivas de amparo... La ha rectificado del siguiente modo: el neoliberalismo destruye esas redes de apoyo, pero aumenta exponencialmente el tratamiento penal de los problemas sociales. En ese sentido, es increíble cómo se ha incrementado la población carcelaria. En el caso de Brasil, Fernando Enrique Cardoso ha sido el presidente neoliberal más eficaz: llegó en 1994 y bajo su presidencia se dio un incremento del 500 por ciento de la población carcelaria. Pero, principalmente, lo que consigue el neoliberalismo es producir una adhesión subjetiva al poder punitivo, una fe muy grande en que la política penal puede resolver los problemas sociales. Si hay un problema agrario, se aumentan las penas para delitos relacionados con el modelo agrario. Si hay un problema de salud pública con las adicciones, se aumentan las penas para delitos relacionados con las drogas. Esto no solamente aumenta la población carcelaria, también aumenta la violencia, porque el sistema penal produce violencia. Pero a la vez mantiene “en orden” a vastos sectores populares. Establece vínculos simbióticos entre las favelas y las prisiones. El neoliberalismo se basa en políticas sociales penales: disuelve al Estado de bienestar y desarrolla un tratamiento de la pobreza desde la política penal. Y lo hace inculcando esta fe en lo penal.

 –¿Qué función cumplen los medios de comunicación hegemónicos en la configuración de los discursos del miedo?

—Hay una educación inculcada por los grandes medios, en el largo plazo, que va constituyendo un flanco muy nítido de peligro. El sociólogo brasileño Gilberto Vasconcellos habla de un “capitalismo video-financiero”. En Brasil, el monopolio mediático tiene nombre y es Globo, una red de televisión que extiende por todo el país una educación comunicacional, subjetiva, de lenguaje, y además tiene el periódico, con una influencia política enorme, desde donde se pautan las políticas públicas en general, y las políticas penales en particular. Zaffaroni dice que para que haya genocidios antes tiene que haber discursos legitimantes... Las políticas criminales en Brasil tienen un grado de letalidad increíble, el esfuerzo de demonizar por ejemplo las redes de venta al menudeo de sustancias ilícitas ha generado una naturalización increíble del exterminio y de la existencia de milicias civiles. Esa construcción de que el gran enemigo está localizado entre los jóvenes de las favelas, es como si fuera una pena de muerte natural. El discurso del miedo al crimen es un fenómeno continental, que ha producido legislaciones, aumento de penas, incremento de las poblaciones carcelarias, la industria de la seguridad... Con un goteo cotidiano, se ha ido produciendo una mentalidad por la que los ricos se atrincheran en fortalezas, en condominios cerrados, un modelo de seguridad total montado en contra del vecino.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-304512-2016-07-18.html

sábado, 9 de julio de 2016

El debate de la Independencia. Clero y Revolución. Por María Elena Barral


Clero y revolución

La intervención política de los curas y su participación en las guerras no eran una novedad en el período independentista; tampoco lo era la religión como fundamento de la movilización y como lenguaje de la política. El caso emblemático de Ildefonso Escolástico de las Muñecas.


Ildefonso Escolástico de las Muñecas nació en Tucumán, estudió en Córdoba y allí se ordenó como sacerdote. Luego viajó a España y desde su regreso se desempeñó como capellán o párroco en distintos puntos del actual altiplano boliviano y del Perú. En Cuzco estuvo a cargo de la parroquia del Sagrario en la Catedral, destinada a los españoles de la ciudad. Su carrera eclesiástica fue exitosa y su derrotero político se encontró íntimamente ligado a su función de intermediación social favorecida, a su vez, por ejercicio del sacerdocio. 

La posición que ocupó en aquella antigua capital de los incas le permitía tener una visión bastante precisa del sistema de poder que los criollos de Cuzco querían preservar de todo tipo de agitación política. Muchos de los sectores sociales privilegiados tenían el recuerdo fresco del levantamiento de Tupac Amaru de comienzos de la década de 1780 y de los “peligros” que representaba una sublevación indígena para las elites de la región. Estos grupos de poder sumaban otros miedos, más cercanos, como la influencia de las corrientes liberales y constitucionalistas provenientes de la península y que inspiraron la rebelión que tuvo lugar en esa ciudad en agosto de 1814. Muñecas se sumó a este movimiento conducido por el cacique Mateo Pumacahua y los hermanos Angulo. Se puso frente a las tropas que invadieron La Paz y que inicialmente aportaron los primeros triunfos a la causa revolucionaria en esas zonas. 

En su siguiente etapa revolucionaria fue un caudillo guerrillero en los valles y el altiplano. Comandó las tropas rebeldes y se mantuvo en contacto con los jefes revolucionarios de Buenos Aires y difundía sus proclamas. En Larecaja, condujo una de las republiquetas –también llamadas montoneras o guerrillas– similar a la más conocida de Manuel Ascencio Padilla y Juana Azurduy. Estableció su cuartel general en Ayata al borde del Titicaca –que hoy forma parte de una provincia que lleva su nombre– donde obstruía la comunicación entre los centros de poder en manos de los realistas: La Paz y Lima. Con el objeto de impedir el paso de los ejércitos enemigos organizó una tropa militar. Su “Batallón Sagrado” incluyó 200 plazas y 3000 indios, estos últimos liberados del tributo, que abolió y calificó como “el más bárbaro y repugnante” de las imposiciones coloniales. El virrey Abascal ordenó atacar Larecaja y decidió asediar la republiqueta por La Paz y por Cuzco y en 1816, dos días antes de la declaración de independencia en el Congreso de Tucumán, Ildefonso de las Muñecas fue asesinado por el ejército realista. 

La participación de los curas en las guerras no era una novedad y tampoco lo era la religión como fundamento de la movilización y como lenguaje de la política. Pero esta presencia –que asumió modalidades diversas y contó con la presencia de curas, prácticas y símbolos religiosos—, muchas veces queda velada en las aproximaciones historiográficas que presentan a las revoluciones y las independencias como un camino a la modernidad política donde la religión no tenía cabida. 

A tal punto no fue así, que los generales de los ejércitos –tanto revolucionarios como realistas en el norte del antiguo virreinato del Río de la Plata—, percibiendo la importancia de las creencias religiosas y, sobre todo, del culto mariano entre la tropa, otorgaron a las vírgenes el título de “generalas” de los ejércitos. Belgrano nombró como generala a la Virgen de la Merced luego de la victoria en la Batalla de Tucumán, un triunfo que no dudó en atribuir a su intercesión. Incluso, le entregó el bastón como símbolo del “ascenso” en el escalafón militar. Por su parte, Pezuela, comandante del ejército realista, hizo lo propio con la Virgen del Carmen luego de las victorias de los ejércitos contrarrevolucionarios. Como lo ha explicado recientemente Pablo Ortemberg, estos “nombramientos” amplificaron el papel de las advocaciones marianas en la guerra, dado que, hasta entonces, ellas habían cumplido un papel importante aunque de un rango menor: como patronas o protectoras. A ellas se les ofrecían las banderas capturadas al enemigo –como lo hizo Liniers con la Virgen del Rosario luego de la Reconquista de la ciudad de Buenos Aires– y se invocaba su protección antes de la guerra. El nuevo escenario de las guerras por la independencia exigía perfeccionar los dispositivos y, entre ellos, la práctica religiosa tuvo un lugar destacado. 

La intervención de los curas en este período histórico tiene explicaciones bastante obvias, aunque no siempre tenidas en cuenta al explicarlo. Resulta imposible pensar que aquel presente, como ningún otro, se haya engendrado a sí mismo. Muy por el contrario, sólo puede entenderse en la medida en que se sostuvo en tradiciones –en ocasiones, muy antiguas– que lo condicionaron y también permitieron la construcción de nuevas experiencias históricas. En el caso de las independencias, sus protagonistas se valieron de las instituciones, agentes y creencias que conocían, que tenían a mano y que se presentaban como las más capaces para llevar a cabo las transformaciones políticas que estaban teniendo lugar. En la persistencia de algunas de estas figuras clave –ordenadoras de la sociedad durante la etapa colonial– residió la factibilidad de las nuevas repúblicas. En particular, la intervención política de los curas, antes, durante y después de la revolución, no puede ignorarse aunque los papeles desempeñados no fueran los mismos ni ocuparan en todas las ocasiones el centro de la escena. 

La manera en que los curas fueron revolucionarios no fue siempre igual. La época de las independencias proporciona ejemplos de lo más variados a propósito de su intervención política. En la Nueva España, Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos condujeron uno de los movimientos políticos con mayor participación popular que se registra desde 1810. En el otro extremo del continente, José Gervasio de Artigas contó con la asistencia y consejo del franciscano José Benito Monterroso, su secretario en Purificación. Algunos autores consideran decisiva su influencia en el “Reglamento para fomento de la campaña y seguridad de sus hacendados” donde se establecía el reparto de los bienes de los “malos europeos y peores americanos” en moderadas suertes de estancia, privilegiando a los “infelices” de diferentes clases. En el contexto inaugurado por la revolución se vigorizaron y multiplicaron los ámbitos de acción para muchos eclesiásticos: se los eligió como propagandistas de la revolución, se desempeñaron como capellanes de los ejércitos o dirigieron sus propias guerrillas e intervinieron activamente en los procesos electorales que comenzaban a tener lugar en la primera década revolucionara. 

Muñecas, en los últimos años de su vida, se movió por el Tucumán y los actuales Bolivia y Perú. Lo hizo cuando construía su carrera sacerdotal, que era una carrera política y luego se volvió revolucionaria. Como lo ha analizado Luis Glave en un artículo que tituló “Un héroe fragmentado”, las historiografías de Argentina, Bolivia y Perú recortaron su vida a partir de la actuación que desplegó en lo que luego fueron los territorios nacionales. Por eso resulta tan complicado hallar una biografía “completa” del eclesiástico. Muñecas no respetó las fronteras nacionales porque ellas no existían entonces. 

El estudio de los procesos de independencia requiere entonces la puesta en práctica de varios procedimientos para entenderlos de manera más completa. Por un lado, ampliar la escala temporal y extender hacia el período colonial el examen de los grupos, instituciones, sujetos y prácticas intervinientes. Por el otro, se hace necesario ensanchar la escala espacial y superar los límites de las actuales naciones latinoamericanas para reponer el contexto histórico efectivamente actuante en aquellos años previos a la fragmentación política del continente americano. 

* Conicet/Instituto Ravignani/ UBA-UNLu. Una versión más breve de este artículo fue publicada en la revista de Ctera Canto Bicentenario Nº 27 (julio 2016): Miradas sobre el Bicentenario de la Independencia. 

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-303797-2016-07-09.html

El debate de la Independencia. El encuentro. Por Sergio Wischñevsky.


El encuentro

El festejo por el Centenario de la Independencia, como ahora, no tuvo el brillo del de la Revolución de Mayo, y se centró en el tedeum y el desfile militar, también como ahora. Pero quedó marcado por el disparo con que un trabajador anarquista intentó matar a Victorino de la Plaza, el último presidente del viejo régimen.


Aquel 9 de julio de 1916, Juan Mandrini salió a las diez de la mañana de su pensión rumbo a la Plaza de Mayo con un revólver en la cintura. No era un tirador profesional pero creyó que no podía fallar a pesar de estar a una considerable distancia. Su blanco era el presidente de la Nación. Sacó su arma, apuntó, y calculó el momento exacto para disparar. Las consecuencias de su acto eran incalculables. 

A diferencia de lo ocurrido seis años antes, durante los festejos del Centenario de la Revolución de mayo de 1810, el clima social, cultural y político, no era de ebullición optimista entre las élites argentinas. La conmemoración del centenario de la Independencia llegaba en un momento político nacional e internacional muy complicado. En abril de ese año ganó las elecciones Hipólito Yrigoyen, pero su asunción como presidente estaba prevista recién para el 12 de octubre, por lo cual aquel Festejo Centenario encontró al frente del poder Ejecutivo a Victorino de la Plaza, el último de los presidentes del viejo régimen; incómodo ante la inminencia de la asunción del yrigoyenismo. Después de tres décadas de ejercicio ininterrumpido del poder, el partido conservador debía dejar la presidencia, una clase gobernante en retirada, con los grupos económicos dirigentes asustados ante la cercanía de lo que para la prensa oficial era una catástrofe: la llegada de funcionarios “sin apellido”. 

Por si eso fuera poco el mundo estaba en guerra, la presencia de grandes líderes mundiales en los festejos, como había ocurrido en 1910, era imposible. 

El nueve de julio la ciudad de Buenos Aires despertó bajo un canto de campanas, los bronces de todas las iglesias fueron echados a vuelo con el amanecer. La Plaza de Mayo fue el punto de reunión del pueblo, epicentro oficial de los homenajes que luego del solemne Tedeum, oficiado a las 13, presenció la revista militar que duró exactamente una hora. El presidente De la Plaza y sus ministros observaban desde el balcón de la Casa Rosada. 

Cerca de las tres de la tarde, Juan Mandrini, militante anarquista, ya estaba mezclado entre la multitud, por eso no necesitó fingir entusiasmo. Cuando terminaron de desfilar los militares llegó el turno de los Boy Scouts y tras ellos se sumaron jóvenes sueltos entre los que logró colarse. Apuntando con su revólver al palco trazó una línea imaginaria que unió dos mundos que casi nunca se tocaban. 


El doctor Confucio 


El 9 de agosto de 1914, diez días después del inicio de la primera guerra mundial, falleció el presidente en ejercicio Roque Sáenz Peña, gran arquitecto junto a Yrigoyen de la Ley de Sufragio Universal, secreto y obligatorio que modernizó las elecciones. Así fue que asumió la presidencia el vice, Victorino de la Plaza, que no estaba de acuerdo con ese rumbo y generó grandes tensiones cuando intentó dar marcha atrás con esa ley. Procedente de una familia salteña estudio leyes e ingresó en el estudio de Mariano Zorreguieta, antepasado directo de la reina Máxima de Holanda. 

Su Tesis doctoral en derecho se tituló “El crédito como capital”; se lo consideró un destacado jurisconsulto por su asistencia en la elaboración del Código Civil bajo la tutela de Dalmacio Vélez Sarsfield; de hecho fue él quien, por encargo de Sarmiento, lo llevó a imprimir a EEUU. Su carrera siguió como abogado de bancos y diplomático. En 1890 en medio de la gran crisis de la deuda externa, Carlos Pellegrini lo puso al frente de las negociaciones con la banca extranjera. Ricardo Sáenz Hayes lo calificó duramente: “es un anglómano con veinte años de residencia en Londres… se decía que hablaba el castellano con acento inglés y el inglés con tonada salteña”, lo cierto es que finalmente fue separado de las negociaciones porque lo consideraron “demasiado cercano a la banca Morgan”. 

Su costumbre de hablar en voz baja y con los ojos entrecerrados hizo que algunos, con malicia, lo llamaran “el doctor Confucio”. El contexto económico de la etapa en la que le tocó gobernar era de una marcada baja de las exportaciones a causa de la guerra, los ánimos estaban muy lejos de sostener discursos anticoloniales, más bien todo lo contrario. En un voluminoso número especial de unas 800 páginas que editó el diario La Nación en julio de 1910, se puede apreciar el espíritu que dominaba a las élites. La mayor parte del ejemplar está dedicado a homenajear y mostrar a los grandes establecimientos empresarios y financieros, luego se leen extensas apologías a los grandes reinos de Europa y sus vínculos con Argentina, y por último, se le dedican tres páginas a los países latinoamericanos. 


Versos contra los tiranos 


En 1916 los sectores populares argentinos ya habían dado muchas muestras de descontento, y lo que se dio en llamar la cuestión social formaba parte de la agenda política. El anarquismo y el socialismo denunciaban las injusticias, desamparos y brutalidades sobre las que el régimen conservador se asentaba. En gran medida el triunfo del radicalismo era una conquista de la chusma. 

La familia Mandrini, proveniente de Italia se instaló en Azul, provincia de Buenos Aires, allí se hicieron cargo de una chacra y quisieron salir adelante con el sueño de trabajar y “hacer la América”. Un incendio se sumó a las ya muy duras condiciones de vida y se trasladaron a la gran ciudad, en la calle Yapeyú en el barrio de San Cristóbal. En 1892 nació Juan, cuando estalló la guerra quiso enlistarse en el ejército italiano para ir al frente, pero desistió de la idea ante los ruegos de su madre. Tuvo diversos trabajos como albañil y pasaba gran parte de su tiempo libre escribiendo versos “contra los tiranos”. Eran épocas en las que las protestas obreras solían terminar con derramamientos de sangre, en las que la Corte Suprema de Justicia falló que un sindicato era una “Asociación ilícita”, épocas en la que algunos sectores anarquistas creían que los atentados eran actos revolucionarios, épocas en las que el Congreso aprobó la tremenda Ley de residencia, que posibilitó la expulsión del país de miles de inmigrantes sin juicio previo, a muchos de los cuales separaron violentamente de sus familias. 

¿Qué habrá pensado Juan Mandrini cuando tuvo en la mira al presidente? Imposible saberlo, pero la situación fue vertiginosa y condensa en ese gesto todo un cuadro de esa Argentina de principios del siglo veinte, un modelo social que estaba crujiendo. Cuando finalmente apretó el gatillo, el azar de una puntería esquiva no modificó el rumbo de la historia, cuando intentó disparar de nuevo, una batahola de testigos cercanos logró atraparlo y por muy poco no terminaron linchándolo. Fue salvado por la policía que lo llevó detenido mientras él gritaba “Viva la anarquía”. Mientras tanto el presidente Victorino continuó impertérrito con el acto oficial. 

En la comisaría, cuando el juez Orto –así se apellidaba– le levantó la incomunicación fue entrevistado por la prensa y ante la pregunta acerca de porqué había intentado asesinar al presidente, adujo que “para exteriorizar mi protesta por los fusilamientos de Lauro y Salvatto”, dos pescadores calabreses condenados a muerte por el asesinato de un empresario por encargo de su esposa. 

Una versión oficial consignó que el presidente De la Plaza perdonó a Mandrini por considerarlo un demente. Lo condenaron por disparo con arma de fuego y no por tentativa de homicidio, lo que le alivió mucho la sentencia. Cumplió un año y cuatro meses de prisión en una alcaidía policial y no en una cárcel. Los que estuvieron con él contaron que se pasó todos los días de su cautiverio leyendo y escribiendo poemas contra los tiranos. El 1 de febrero de 1918 recuperó su libertad con 26 años de edad y se fue a vivir a la casa de sus padres. A partir de entonces volvió a perderse de la vista de la historia entre la multitud anónima, de una Argentina que vivió su Centenario de la Independencia como un momento bisagra entre lo que ya no era y lo que todavía no es. 


* Historiador." 

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-303796-2016-07-09.html

Colección Educ.ar. Recursos para trabajar en el aula


La "caja de pandora" de la revolución 


Área curricular: Historia
Nivel: secundario

Los procesos desatados en las primeras décadas del siglo XIX y los cambios que generaban  fueron calificados por los contemporáneos como revolucionarios. Tanto en relación a los sucesos de Mayo como a otras revoluciones de la época como la de la independencia las colonias británicas o la Francesa, el término revolución se volvió un concepto usado de forma positiva.

La actividad propuesta intenta indagar acerca del uso de este término teniendo en cuenta los otros significados que implicaba, a través de las siguientes lecturas. En primer lugar, un texto del Deán Funes donde menciona la “feliz revolución”, extractado del “Discurso sobre la libertad de la prensa presentado a la Junta Superior de gobierno por D. G. F. [Deán Gregorio Funes]”, [precedido de una presentación por parte del periódico], y “Reglamento”[de la libertad de prensa], Gazeta Extraordinaria, 22 de abril de 1811, y “Artículo de Oficio”, Gazeta Extraordinaria de Buenos-Ayres, 26 de octubre de 1811.

“Este fundamento obra con doble fuerza en el estado de nuestra situación política, en que la América por una feliz revolución ha entrado en todos sus derechos, y se halla próxima a levantar el edificio de su constitución. Nunca más que al presente convienen que no se estanquen los conocimientos, ni se sofoque la voz de los pueblos, sino que se le dé un libre curso para que así puedan desenvolverse las luces, saberse lo que la nación desea, y fijarse los principios. Esto se consigue con la libertad de la prensa, y sin ella caerán los incautos en la red y ciego cada cual seguirá el rumbo que le señalen sus antojos.”

Algunas consignas para trabajar este documento pueden ser:
  • ¿Según el deán Funes qué significado tiene la revolución? ¿Qué caminos abre?
  • Palabras tales como “que no se estanquen los conocimientos” o “puedan desenvolverse las luces”, ¿pueden relacionarse con los principios ilustrados?
Para profundizar el análisis de esta fuente y de este concepto, sugerimos este fragmento del texto de  un historiador actual, que puede brindar algunas claves de interpretación:
“El concepto de revolución asumió por tanto un cariz positivo al expresar la posibilidad de profundos cambios de orden político, social, moral y cultural, asociándolo a además con otros como patria, libertad, independencia, justicia y derechos en oposición a tiranía o despotismo. Pero este cariz se debió también al hecho de haber permitido tornar inteligible un proceso político que si se distinguía por algo era por su carácter confuso e impredecible […] Una parte sustancial de ese sentido estaba dada por el hecho de considerar a la revolución como un nuevo origen en el que debía quedar  borrado todo vestigio del pasado colonial […]
Revolución tenía por tanto dos sentidos bien diversos cuando se utilizaba para hacer referencia a la experiencia histórica local: como mito de orígenes irrecusable y como una suerte de caja de Pandora cuya apertura había desencadenado conflictos que no lograban ser resueltos[…] El concepto de revolución cobró un carácter  ambiguo al considerar por un lado un emblema de la libertad y mito de origen de la patria y, por el otro, causa de los enfrentamientos que la desgarran”
Fabio Wasserman,”Revolución” en Lenguaje y revolución. Conceptos políticos clave en el Río de la Plata, 1780-1850. Buenos Aires, Prometeo, 2008.

En el Decreto que acompaña al Manifiesto del Congreso a los Pueblos, redactado a pocos días de la Declaración de la Independencia en Tucumán en 1816, se dice “Fin a la Revolución, principio al orden”.  El mismo autor señala que: “El texto, que apunta a la necesidad imperiosa de lograr un ordenamiento institucional capaz de poner fin a la crisis abierta por la revolución, también atribuye las disensiones internas a una errónea idea de libertad…”

Estas lecturas permiten comprender en profundidad el concepto de revolución que se fue definiendo en esos años. Para analizarlas en clase, sugerimos algunas pautas:
  • El historiador Fabio Wasserman señala dos formas de concebir la idea de revolución, ¿cuáles eran?
  • ¿La fuente del Deán Funes corresponde a alguna de ellas? ¿A cuál?
  • ¿Cuáles pueden ser considerados los males desatados en la “caja de Pandora” que fue la revolución? ¿qué conflictos, divisiones se abrieron con la revolución?
  • Hacia 1816 se plantea la necesidad de volver a un orden ¿cuáles son los mecanismos que pueden llevar a instalar nuevamente el orden? ¿qué eficacia tuvieron en esta década?
  • A la luz de lo ocurrido en las décadas siguientes, ¿pudieron establecerse esos mecanismos? ¿se llegó a un orden?
Para cerrar, se puede abrir un debate acerca de ciertos usos del pasado que se dan en la actualidad: el autor plantea que la revolución funcionó como un “mito de los orígenes” indiscutible. A la luz de los festejos del Bicentenario, ¿se sigue dando a la Revolución de Mayo esa función? ¿Están presentes en los recordatorios los conflictos abiertos a partir de la ruptura del lazo colonial?

El debate de la Independencia. Un balance de derechos. Por Dora Barrancos


Un balance de derechos

La noción de derechos individuales había ganado fuerza en la época de la independencia, pero 200 años después es necesario también revisar el recorrido en nuestro país de los derechos políticos y sociales y, sobre todo, los que atañen a las mujeres.


Hace doscientos años había ganado cierta fuerza la noción de derechos individuales y se había contagiado en buena medida la voluntad de enterrar al Antiguo Régimen y su insidiosa diferenciación de castas. Pero ni el Congreso de 1816 –en el que hubo una polifonía de posiciones, más cercanas o más alejadas de la consagración del reconocimiento de la ciudadanía a los varones comunes–, ni otras manifestaciones que irrumpían, quebrantando el pacto colonial, parecían convencidas de la más completa igualdad humana. Desde luego hubo excepciones, o mejor, voces excepcionales. Las culturas liberales radicalizadas, sobre todo en la segunda mitad del XIX, fueron más proclives al reconocimiento de los derechos individuales y a la extensión de la ciudadanía a quienes no eran propietarios o alfabetizados. Y donde hubo necesidad de fortalecer mercados y de atraer inmigrantes, como en nuestro caso, la evolución de los derechos políticos tuvo consagraciones importantes desde fines del XIX. Sin duda, los derechos sociales resultaron una forja lenta si se compara la fuerza operaria obtenida en la primera mitad del XX, hasta los cambios del Estado de bienestar en la segunda mitad de ese siglo. 

Pero las mujeres, como ocurrió universalmente, constituyeron la “naturaleza” a la que paradójicamente no podían reconocérsele en plenitud los “derechos naturales”. El siglo XIX puede haber significado la paulatina desaparición de los privilegios de clase, pero fue exultante en materia de potestades patriarcales. Hace doscientos años nuestras antecesoras estuvieron afuera de la escena dominante en Tucumán, pero no hay dudas de que sin ellas, aquellos varones cuyos gestos ha coagulado la imagen, no podían haber exhibido formas elementales de sobrevivencia. Desde las tempestades del largo ciclo de “revolución y guerra”, que tuvo tan complejas derivas en nuestro suelo, y hasta bien más acá del ciclo de la “organización nacional”, el derecho a la ciudadanía quedó soterrado para las mujeres. En 1869 fueron declaradas jurídicamente inferiores, ellas que significaron no sólo la retaguardia de tanta épica sino que ofrecieron opinión y realizaron acciones decisivas para mantener familias y fundos. 

Desde hace poco más de un siglo la demanda de igualdad se debe a las feministas que, no hay duda, pudieron contar con algunos varones de buena voluntad, y obtuvieron derechos civiles en 1926, aunque sólo en 1968 las mujeres zafaron, al menos jurídicamente, de la tutoría patriarcal de sus bienes. En 1947 se consagraron los derechos políticos y en 1952, circunstancia singular no sólo en nuestra región, la representación femenina alcanzó en torno del 30%, gracias al aporte del peronismo. Sólo con la recuperación democrática, en 1991 aquella cuota precursora quedó ratificada por ley –circunstancia pionera y no sólo en el continente. Dígase de paso que la Argentina ha tenido una Presidenta mujer con dos mandatos consecutivos, circunstancia sin duda singular, y que continúa siendo, contra viento y marea, una figura de notable gravitación. 

Los derechos se precipitaron en las últimas décadas, basta recordar la propia reforma constitucional de 1994, que menciona de modo expreso la CEDAW –Convención contra todas las formas de discriminación de las mujeres—, la ratificación de la Convención de Belén do Pará contra todas las expresiones de violencia, la ley 26.485 que va en el mismo sentido, la reforma reciente del Código Penal que impone penas máximas a quienes cometen feminicidio y también contra los homicidas que actúan por odio sexual y xenófobo. 

En perspectiva de Bicentenario, los derechos ganados son muy significativos, y hay que incluir en esta saga a los denominados personalísimos tales como el matrimonio igualitario y la ley de identidad de género, acontecimiento angular de nuestra legislación. Pero todavía el patriarcado es robusto y hay que apostar a su extinción. De momento, necesitamos que no se retroceda en derechos –estamos viviendo una encrucijada–, y demandamos al menos dos prerrogativas: la paridad representativa e institucional y la despenalización del aborto. 

* Socióloga y doctora en Historia." 


El debate de la Independencia. Independencia y soberanía popular. Por Gabriel Di Meglio


Independencia y soberanía popular

“Desde el siglo XIX, el mito de origen argentino está asociado con dos conceptos muy fuertes: revolución e independencia. Por supuesto, la noción de qué significa la independencia fue cambiando a lo largo del tiempo y de acuerdo a quien la mirara”, sostiene Di Meglio. Con esta entrega, concluye la serie sobre el Bicentenario de la Independencia coordinada por Sergio Wischñevsky.


Las crisis son tan difíciles de vivir como interesantes para estudiar retrospectivamente. Al igual que la de 2001, 1989 o 1930, por nombrar algunas destacadas, la crisis de 1815-1816 tuvo grandes proporciones y fuertes consecuencias. Una fue la declaración de la independencia de un nuevo Estado: las Provincias Unidas en Sudamérica. 

La “foto” feliz del 9 de julio no puede separarse de su contexto, marcado en 1816 por perspectivas dramáticas para los revolucionarios. Las monarquías absolutistas que vencieron a Napoleón en Europa proclamaban que el mundo debía volver a 1789, antes de la Revolución Francesa, y condenaban las repúblicas y las revoluciones. Los realistas triunfaron sobre casi todos los espacios insurgentes en Nueva España (México), Nueva Granada (Colombia), Venezuela y Chile. Solo quedaban en pie los territorios rioplatenses, pero su economía estaba arruinada por seis años de guerra y la ruptura de los circuitos comerciales. A la vez, estaban divididos entre sí. La Liga de los Pueblos Libres encabezada por Artigas proponía una organización confederal, mientras que las Provincias Unidas dirigidas por Buenos Aires eran centralistas. Aún más: dentro de las Provincias Unidas había divisiones, ya que Salta y Córdoba habían dejado de obedecer a Buenos Aires y solo aceptaban subordinarse al Congreso que debía reunirse en Tucumán. Finalmente, en todas las provincias había grupos que rivalizaban con quienes gobernaban cada una de ellas. 

El Congreso se planteó como un modo de salir de la crisis. Si bien no logró –hubo gestiones fallidas– que los territorios artiguistas aceptasen participar en él, por su desconfianza hacia la política de Buenos Aires, sí pudo intentar una reorganización de las Provincias Unidas. Para ello se planteó cinco objetivos. 

Uno fundamental fue declarar la independencia, decisión que para ese entonces ya casi nadie discutía entre los rioplatenses. No había sido ese el plan de los revolucionarios de 1810, que en un primer momento propusieron un proyecto autonomista: no depender más de España, elegir a sus propias autoridades y manejar su propia economía. Es decir, dejar de ser una colonia. Pero eso no era incompatible con mantenerse fieles al rey español. Imaginaban una monarquía federal en la cual cada territorio sería igual al otro, sin dependencias y con el rey como símbolo de unión (algo parecido a lo que más tarde fue la Commonwealth británica). De todos modos, enseguida surgió otro proyecto entre los revolucionarios, desde que Mariano Moreno planteara que el rey no tenía derechos sobre América porque la conquista se hizo por la fuerza y los americanos no consintieron ser parte de la monarquía hispana. 

A partir de 1810 las posturas autonomistas e independentistas convivieron tensamente en el bando revolucionario (un ejemplo de ello fue la prohibición que hizo el Primer Triunvirato a Belgrano de enarbolar la bandera que había creado en 1812, para no dar la impresión de un plan independentista). Pero cuando Fernando VII volvió a su trono por la caída de Napoleón, se negó a negociar con los insurgentes. Todavía en 1815 Belgrano y Rivadavia viajaron en una misión a Europa para negociar “la independencia política de este Continente” o al menos “la libertad civil de estas Provincias”, es decir la autonomía. Pero el rechazo del rey fue taxativo: para Fernando VII la situación debía retrotraerse a 1809. Y obviamente tal solución era inadmisible para los revolucionarios. Solo les quedaba entonces fugar hacia adelante y romper todos los vínculos con el monarca. De ahí la paradoja de Tucumán: un elenco político mucho más conservador que sus precedentes en los gobiernos revolucionarios dio el paso que antes se había evitado, definiendo la creación de un nuevo Estado. 

Otro objetivo del Congreso fue nombrar un director supremo que volviera a ser obedecido por todos en las Provincias Unidas: el elegido fue Pueyrredón, lo cual implicó un reafianzamiento del centralismo con capital en Buenos Aires. Luego fue indispensable elegir un plan bélico, única forma de asegurar la independencia, y fue en julio de 1816 que se decidió darle el apoyo pleno al proyecto de San Martín de evitar los avances por el Alto Perú –donde los revolucionarios habían sufrido tres derrotas en cinco años– y en cambio atacar a los realistas en Chile para desde allí avanzar sobre el Perú, baluarte realista en América del Sur, y concluir la guerra. 

Un cuarto propósito de los diputados fue elegir la forma de gobierno para el nuevo Estado, ¿república o monarquía? En el panorama conservador que trajo la derrota de Napoleón, muchos creían que solo una monarquía, aunque constitucional, podía ser reconocida en Europa. Y pensaban que al mismo tiempo podía dar un principio de unión para las diferencias entre las provincias. El antiguo republicano Belgrano planteó la posibilidad de entronizar a un descendiente de los incas, lo cual daría a la monarquía una fuerte identidad americana y –creía– aseguraría el apoyo indígena a las Provincias Unidas en el Alto Perú, movimiento que tenía la posibilidad de asegurar el triunfo. San Martín, Güemes y varios congresales apoyaron la idea, pero varias voces republicanas se elevaron en contra. No luchaban contra un rey, decían, sino contra los reyes, contra el despotismo que suponían necesariamente asociado con la monarquía. El debate parlamentario y en la prensa no condujo a acuerdos y la situación quedó sin resolver. 

El quinto objetivo fue poner fin a la revolución, a lo que los diputados consideraban un peligroso avance de la insubordinación, para reconstruir un orden. La intención era doble: terminar con el desafío de pueblos pequeños a las ciudades cabeceras, de las provincias al poder central y de cualquier facción a un gobierno; y también poner un límite a la movilización popular, que era muy fuerte en diferentes espacios rioplatenses y significaba un ataque a las jerarquías tradicionales y un cuestionamiento del orden social. La decisión del Congreso fue ubicar al “Ejército Auxiliar del Perú” en Tucumán, al mando de Belgrano, con la misión de vigilar el orden interno. Solo en 1816, ese ejército reprimió levantamientos en La Rioja, Córdoba y Santiago del Estero. Y a nivel social intentó una pedagogía de la obediencia (por ejemplo con versos en tono popular como el “cielito de la independencia”). De todos modos, mientras siguiera la guerra era muy difícil para las elites conseguir la desmovilización que anhelaban. 

El Estado creado por el Congreso se desmoronó en 1820 pero la independencia quedó como un legado duradero, ya que todos los proyectos políticos ulteriores la tomaron como punto de partida. Desde el siglo XIX, el mito de origen argentino está asociado con dos conceptos muy fuerte: revolución e independencia. 

Por supuesto, la noción de qué significa la independencia fue cambiando a lo largo del tiempo y de acuerdo a quién la mirara. Lo ocurrido en 1816 no fue un hecho aislado sino que se enmarcó en la “era de las revoluciones” iniciada en torno a 1770 en América y Europa, que dio origen al mundo moderno. Un elemento clave de ese momento de cambio fue el ascenso de la noción de soberanía del pueblo como fundamento del poder, por lo cual una declaración de independencia como la de las Provincias Unidas implicaba también consolidar esa máxima. Imperfecta y variable, la idea de soberanía popular atravesó los siglos XIX y XX como un principio decisivo. Hoy, cuando como nunca antes el poder del “mercado”, de las grandes corporaciones multinacionales, impone sus condiciones en todo el mundo, la noción de independencia parece augurar una lucha futura de los Estados para mantener ciertas porciones de soberanía frente a los designios de poderes no elegidos por ningún pueblo. 

* Historiador, investigador de Conicet. Autor de 1816. La trama de la independencia. 

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-303795-2016-07-09.html

viernes, 8 de julio de 2016

Estados Unidos ante las independencias americanas. Por Leandro Morgenfeld


Vecinos en conflicto es un blog para analizar las relaciones entre Estados Unidos, Argentina y América Latina. Seminario de doctorado (UBA), Prof. Leandro Morgenfeld: "Historia de las relaciones económicas, politicas, sociales y culturales entre Argentina y Estados Unidos (1880-2015)". Inicio: 5 de septiembre de 2016. Informe e inscripciones ingrese aquí



"Estados Unidos ante las independencias americanas"  

Por Leandro Morgenfeld 


A 200 años de la declaración de independencia, es bueno revisar cómo se forjaron las relaciones con Estados Unidos en esa etapa fundacional. ¿Por qué el país del norte no se transformó en un aliado clave en las luchas por la independencia de sus vecinos del sur? ¿No alcanzaba con el pasado colonial común? ¿Qué distintas políticas desplegó Estados Unidos hacia los países que ansiaban reconocimiento diplomático y ayuda económica y militar en plena era de revoluciones y guerras? ¿Por qué se produjo finalmente el reconocimiento? ¿Qué fue la doctrina Monroe? ¿Qué significaba realmente “América para los americanos”? 

Antes de que estallara la Revolución Francesa (1789), el continente americano se conmovió al final del siglo XVIII con la declaración y guerra de independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. En 1776, George Washington encabezó la ruptura del vínculo colonial con el gobierno metropolitano situado en Londres. Esta revolución influyó a los libertadores que años después liderarían los levantamientos para terminar con tres siglos de opresión política, económica y social. Aunque era de esperar que, desde 1808, cuando las distintas juntas americanas fueron profundizando las rupturas con Europa, la Casa Blanca tuviera una actitud activa para apoyar a sus vecinos del sur, la posición del gobierno estadounidense fue más bien expectante durante las guerras de independencia  y provocar el estudio y consulta de la bibliografía. 





Las guerras de independencia del sur


Cuando en 1814 se produjo la restauración de los borbones en el trono español, Fernando VII inició la reconquista. La situación de los nuevos gobiernos revolucionarios de América Latina tambaleó al compás de los ataques realistas. Fueron diez años de cruentas guerras de independencia. El reconocimiento diplomático estadounidense, buscado activamente por representantes de los gobiernos de las nuevas naciones latinoamericanas, fue esquivo casi hasta el final de las luchas anticoloniales. 

Durante las presidencias de James Monroe (1817-1825), el Secretario de Estado fue John Quincy Adams, quien era de la idea de que España terminaría derrotando a las revoltosas colonias, por lo cual la Casa Blanca debía permanecer neutral en el conflicto que revolucionaba al continente. Sin embargo, había también en Estados Unidos grandes comerciantes, industriales y financistas ávidos de expandir sus negocios hacia el sur. Estos últimos presionaban a su gobierno en favor de otorgar ayuda económica y reconocimiento de la independencia a las ex colonias. Más allá de estos intereses, los sectores neutralistas se opusieron a apoyar activamente a los revolucionarios del sur, y el Congreso estadounidense ratificó la prescindencia en 1818.

Gran Bretaña, la gran potencia de la época, estaba interesada en romper el viejo monopolio comercial colonial y alentaba la lucha contra España (aunque el canciller Lord Castlereagh era partidario de negociar con Madrid). Los ingleses pretendían una solución que implicara mayor autonomía para las colonias y el establecimiento del libre comercio, que era el objetivo que perseguía la expansiva burguesía británica. Incluso cuando actuaban conjuntamente para oponerse a las potencias de Europa continental, Londres y Washington, tempranamente, ya estaban disputando zonas de influencias en América Latina.


Cambio de estrategia y nueva doctrina


Hacia 1820, Estados Unidos comenzó a comprometerse cada vez más en el resto del continente. Esto respondía a intereses comerciales (disputar un mercado controlado por los ingleses), a razones ideológicas (oposición al viejo colonialismo europeo) y también geoestratégicas (erigirse en la potencia hegemónica en la región). 

Monroe negoció con España la compra de la Florida por una suma irrisoria y acordó anexarse esa región estratégica por insignificantes cinco millones de dólares. Fernando VII, temeroso de que Washington pudiera reconocer las independencias latinoamericanas, retrasó la concreción de la venta, que se materializó recién en febrero de 1822. Tras asegurarse esta operación, el presidente estadounidense informó al Congreso de su país que reconocería las independencias de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Perú, Chile, Gran Colombia y México. Más de diez años demoró esta acción tan anhelada por los libertadores de América.

¿Por qué se demoró tanto el efectivo reconocimiento? Estados Unidos no estaba seguro del resultado que tendrían las guerras de independencia y por eso eligió mantenerse prescindente. Además, prefería no poner en riesgo su propia expansión territorial. Se decidió a actuar cuando, en 1823, Francia invadió España para terminar con la experiencia liberal inaugurada en 1820 y restaurar la monarquía absoluta de Fernando VII. La Casa Blanca temía que la ofensiva de Francia y la Santa Alianza pudiera implicar un nuevo reparto colonial del viejo imperio español.

La avanzada expansionista estadounidense temía la potencial competencia europea. Tras garantizar la compra de la Florida y tomar nota de la relativa estabilidad y consolidación de las nuevas naciones latinoamericanas, en Washington se fueron imponiendo los sectores que pugnaban por una rápida y unilateral acción estadounidense, dejando de actuar conjuntamente con Londres. Había que alejar de América la influencia de Europa, pero también la de Rusia, que además de Alaska pretendía posicionarse en Oregón. Monroe y Adams avanzaron, desde junio de 1822, en el reconocimiento diplomático de las Provincias Unidas, Chile, Perú, Gran Colombia, México y Brasil. 

Había llegado la hora de horadar la vieja hegemonía europea en América. El 2 de diciembre de 1823, Monroe planteó en el Congreso la doctrina que llevaría su nombre y cuyo lema era America for the Americans. Traducido, en su uso habitual, significaba que América era para los (norte)americanos. O sea que no permitirían avances de potencias extra-continentales en el hemisferio occidental.

En su famoso mensaje, Monroe declaró que considerarían cualquier intento europeo de extender su sistema político al continente americano como peligroso para la paz y la seguridad de Washington. Esta doctrina también tuvo por objeto descartar efectivamente la propuesta inglesa de una declaración conjunta sobre la problemática de las ex colonias hispanoamericanas. La doctrina Monroe era una de las manifestaciones del nuevo expansionismo que Estados Unidos desplegaría en América en las décadas siguientes, construyendo un área de influencia propia, un “patio trasero” bajo su estricto control.

En síntesis, tras el estallido del conflicto en Europa y las luchas anticoloniales en América Latina, los dirigentes revolucionarios plantearon la necesidad de la ayuda de Estados Unidos. Tanto desde el punto de vista político como financiero y militar. Sin embargo, el gobierno del país del norte permaneció relativamente al margen de las contiendas en el sur del continente y sólo se involucró cuando las pretensiones de España parecían fracasar, y tras asegurarse la adquisición de ciertos territorios. El reconocimiento de las naciones independientes y la doctrina Monroe respondieron a nuevas necesidades geoestratégicas de Estados Unidos, que comenzaba a disputar a Europa la hegemonía en América latina.


* Docente UBA. Investigador Adjunto del CONICET. Este texto es un fragmento del primer capítulo de Relaciones peligrosas. Argentina y Estados Unidos. www.vecinosenconflicto.blogspot.com. 



El debate de la Independencia. El tablero internacional de la Independencia. Por Marcela Ternavasio


El tablero internacional de la Independencia

Los relatos tradicionales sobre la declaración de la Independencia dejan habitualmente de lado el contexto internacional sumamente hostil en que se produjo, con las insurgencias americanas en retirada y la restauración monárquica en Europa.


Acostumbrados a los relatos canónicos de nuestra independencia, en los que dominan las visiones nacionalistas y heroicas, olvidamos muchas veces que aquel acontecimiento se produjo en un contexto internacional sumamente hostil e interconectado. Las revoluciones e insurgencias americanas iniciadas en 1810 habían sido derrotadas por las fuerzas realistas en los diversos rincones del imperio español y la que intentaba sostener el gobierno con sede en Buenos Aires parecía más aislada y amenazada que nunca. A su vez, la restauración monárquica en Europa luego de la definitiva derrota de Napoleón Bonaparte había impuesto un clima conservador y reaccionario mientras intentaba regresar a una “situación de equilibrio” donde el principio dinástico volvía a tener un papel fundamental para regular las relaciones entre las potencias. 

En ese escenario, los diputados reunidos en Tucumán sufrían no sólo la presión de los ejércitos realistas procedentes del norte del territorio, con epicentro en Perú, sino también la del imperio portugués que, desde 1808, había cambiado su sede de Lisboa a Río de Janeiro para escapar del avance de las tropas francesas. En ese mítico viaje transatlántico se trasladó toda la Familia Real portuguesa junto a su Corte y funcionarios, quienes desde tierra carioca diseñaron diversas estrategias para expandir sus fronteras hacia los dominios españoles. La presencia en Brasil de la infanta Carlota Joaquina de Borbón, esposa del príncipe regente luso y hermana mayor del rey de España, Fernando VII, representó durante esos años una alternativa a la crisis monárquica que sufría España. La princesa disputó desde allí sus derechos a ocupar la regencia de toda América y a ocupar la Corona en caso de que su hermano no regresara al trono. Y cuando se produjo la restauración del rey en 1814, los planes encarnados por Carlota se modificaron al calor del nuevo concierto internacional. 

¿Cuáles fueron dichos planes en la coyuntura de la independencia de las Provincias Unidas de Sud América? En primer lugar era preciso acomodarse al nuevo tablero internacional que parecía haber derrotado definitivamente la ola revolucionaria en Europa. Para ello, nada mejor que un enlace dinástico que perpetuara la unión de la casa de Braganza con los Borbones españoles. En tal dirección, Carlota ofreció a dos de sus hijas para contraer matrimonio con sus dos hermanos: el rey Fernando VII y Carlos Isidro de Borbón. En segundo lugar había que reprimir y derrotar definitivamente el foco revolucionario rioplatense. El pretexto de la amenaza que dicho foco representaba para la estabilidad de la corte portuguesa en Brasil no lograba esconder las pretensiones de los Braganza sobre los dominios españoles en América, y especialmente sobre la Banda Oriental del Uruguay. 

Las intrigas, redes de espionaje y disputas que la situación oriental desató entre representantes del gobierno español y portugués, como asimismo entre los que adherían al gobierno de Buenos Aires y al líder federal José Gervasio Artigas, fueron muy variadas. Carlota Joaquina buscó convertirse en la informante clave de su hermano acerca de lo que ocurría en la guerra librada en el Atlántico sur, confrontando en secreto con los objetivos de su propio marido y el gabinete portugués. Las cartas de la princesa a Fernando VII insistían sobre la necesidad del envío de tropas desde la península para reprimir a los revolucionarios rioplatenses, tanto a las fuerzas patriotas de Buenos Aires que habían logrado expulsar a los realistas de Montevideo en 1814 como a las artiguistas que, en franca disputa con el gobierno de Buenos Aires, lograron dominar –aunque por poco tiempo– en la Banda Oriental. La correspondencia de la infanta advertía también que Portugal nunca renunciaría a tomar posesión de la disputada margen oriental del Plata, a pesar de la alianza que unía a ambas potencias desde 1808. 

En esas redes de intrigas tuvo lugar el plagio perpetrado por algunos agentes de la infanta que, interesados en alcanzar un lugar de privilegio dentro de la corte portuguesa, elaboraron el documento apócrifo conocido como Plan de Operaciones y atribuido a la pluma de Mariano Moreno. Aquellos aventureros, dispuestos a desprestigiar a los revolucionarios rioplatenses para ganarse el favor de Carlota y, a través de ella, del rey de España, buscaron demostrar que poseían un documento que revelaba el carácter sanguinario y jacobino de la dirigencia porteña, heredera del ya fallecido Moreno. El reciente descubrimiento del plagio perpetrado por los agentes carlotistas –realizado por Diego Bauso y expuesto en su libro Un plagio bicentenario– comprueba que el célebre Plan –tan discutido por la historiografía argentina a lo largo de más de un siglo– no era más que la copia selectiva de enteros fragmentos de una novela francesa publicada en 1800 y traducida al español en 1810. La trama de un mundo de personajes oscuros que procuraban por diversos medios intervenir en la suerte de la fuerzas en pugna no pudo, en este caso, torcer la decisión de Fernando VII sobre el destino de las tropas que enviaría a América. La expedición al mando de Pablo Morillo para reprimir las insurgencias no llegó a Buenos Aires sino a Venezuela y Nueva Granada. 

Así, para el momento en que se declaró la independencia, la atención prestada por los constituyentes a la situación internacional fue clave para buscar lo que se sabía de antemano resultaría más difícil: el reconocimiento de las potencias europeas. Sin dicho reconocimiento, la independencia era pura virtualidad. La guerra seguía su curso –ahora volcada hacia el Pacífico bajo la dirección del general San Martín– y el nuevo cuerpo soberano tenía el enorme desafío de constituir un nuevo orden sobre fronteras inciertas. Restituir los contornos del viejo Virreinato del Río de la Plata parecía a esa altura una quimera. Paraguay había iniciado su camino autónomo en 1811, el Alto Perú –a pesar de todos los esfuerzos– también estaba perdido y la Banda Oriental continuaba siendo un problema en el que se triangulaban los confrontados intereses de España, Portugal y el dividido bloque revolucionario. De hecho, una de las primeras decisiones del Congreso, tomada en sesión secreta, fue enviar una nueva misión diplomática a Río de Janeiro. Pero nada pudo evitar la invasión de las fuerzas lusas en la Banda Oriental en 1816, convertida pronto en Provincia Cisplatina de la monarquía portuguesa. 

Mientras todo esto ocurría, las princesas de Braganza partían desde Río de Janeiro hacia España para dar cumplimiento a los contratos matrimoniales. Los casamientos de las sobrinas con sus respectivos tíos se concretaron finalmente en septiembre de 1816, con toda la pompa que los enlaces dinásticos de las casas reinantes europeas ponían en escena. Sin embargo, ni los enlaces dinásticos ni las misiones diplomáticas intercambiadas entre los diversos contendientes lograron detener el curso de acción revolucionario iniciado en América en 1810. Terminadas las guerras de independencia, una nueva guerra entre las Provincias Unidas y Brasil dio por resultado la formación de la República Oriental del Uruguay en 1830. A esa altura, hacía ya algunos años que Carlota Joaquina y su marido habían regresado a Portugal y que el hijo mayor del matrimonio se había convertido en el emperador de un Brasil independiente. 

La historia de nuestras independencias exhiben, pues, un entramado de profundas conexiones, relaciones y fronteras móviles que están muy lejos de los relatos forjados en torno a la idea de existían naciones en ciernes. Por el contrario, nuestros estados fueron el resultado de un largo y tortuoso proceso en el que se disputaron variadas alternativas al calor de un complicado contexto internacional en el que también las principales potencias redefinían sus fronteras luego del impacto de las olas revolucionarias iniciadas a fines del siglo XVIII a ambos lados del Atlántico. 


* Historiadora - UNR/Conicet.