Furores plebeyos, temores elitistas
Se quiere presentar muchas veces la declaración de la Independencia como fruto de unión y consenso. Para Fradkin, por el contrario, la independencia proclamada por una revolución amenazada fue producto de conflictos políticos y sociales.
Convendría estar prevenidos: la ritualidad conmemorativa y los anodinos discursos de ocasión buscan domesticar la memoria colectiva. Algunos quieren hacernos creer que la declaración de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica –no olvidemos que eso fue lo proclamado en 1816– habría sido fruto de la unión y el consenso y no el producto de intensos conflictos políticos y sociales.
Convendría estar prevenidos: la ritualidad conmemorativa y los anodinos discursos de ocasión buscan domesticar la memoria colectiva. Algunos quieren hacernos creer que la declaración de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica –no olvidemos que eso fue lo proclamado en 1816– habría sido fruto de la unión y el consenso y no el producto de intensos conflictos políticos y sociales.
Hacia 1816 la revolución rioplatense afrontaba múltiples dilemas y amenazas. El Congreso reunido en Tucumán tenía que resolver cómo continuar la guerra y asegurar la independencia que había proclamado, mientras enfrentaba a los Pueblos Libres que, liderados por José Gervasio Artigas, ofrecía una dirección alternativa a la revolución. Pero también tenía que resolver un acuciante problema: ¿qué hacer con la generalizada crisis de autoridad y la activación política de amplios sectores sociales?.
Conviene, entonces, prestarle atención a los temores que se suscitaban en las elites y leer desde esa clave el manifiesto que el Congreso emitió el 1º de agosto: “el estado revolucionario no puede ser el estado permanente de la sociedad” proclamaba y se atrevía a anunciar una nueva era: “Fin a la revolución, principio al orden”. Constituirse en la única autoridad suprema era su prioridad; por eso, la independencia debía poner fin a la revolución.
Entre integrantes de los grupos elitistas que emigraron a Río de Janeiro tras haber sido desplazados del poder en Buenos Aires o Montevideo había preocupaciones análogas. Sin embargo intentaban resolverlas mediante otra opción política: llegar a un acuerdo con el rey repuesto en el trono y propiciar que la Corona portuguesa emprendiera una invasión “pacificadora” del Río de la Plata. Los motivos los expresó con claridad Nicolás de Herrera en un extenso memorial: la revolución había dividido “a los blancos” y ambos bandos cometieron el error de acostumbrar “al Indio, al Negro, al Mulato a maltratar a sus Amos y Patronos” para enfrentar a sus oponentes; pero habían escapado a su control y “el odio del populacho y la canalla” se desplegaba contra todos los “superiores”. Había algo más: los criollos cometieron la “imprudencia” de difundir “las doctrinas pestilentes de los Filósofos” y sus “quimeras” y el resultado no podía ser más peligroso: “El dogma de la igualdad agita a la multitud contra todo gobierno, y ha establecido una guerra entre el Pobre y el Rico, el amo, y el Señor, el que manda y el que obedece.”
Estos temores iluminan lo que estaba en juego: los sectores populares movilizados por la revolución no eran simplemente espectadores de lo que estaba sucediendo y tampoco eran fácilmente manipulables o mera carne de cañón para la guerra como tantas veces se ha dicho. Por el contrario, se apropiaron del discurso revolucionario, le dieron otros sentidos y lo esgrimieron para legitimar sus reclamos y aspiraciones. Ese era el mayor dilema de la dirigencia revolucionaria: sin ellos no podían ganar la guerra pero temían que esa movilización amenazara el orden social.
La crisis de la independencia resulta, entonces, un momento particularmente rico si se entiende sólo a las ideas y proyectos de los líderes. La historiografía reciente se ha ocupado de indagar las que podían anidar en las clases populares y las evidencias revelan un universo extremadamente variopinto. Por lo pronto, que el inicial antagonismo entre “españoles europeos” y “españoles americanos” se transformó rápidamente en una confrontación que incluyó entre los “americanos” a los “naturales”, a las plebes y a las castas y gestó una nueva identidad colectiva de neto contenido político.
Los efectos fueron múltiples pero conviene subrayar uno: la “insolencia”, “altanería”, “insubordinación” y “desobediencia” de los sujetos populares, para decirlo con el lenguaje de las elites. Esas actitudes expresaban la intensa politización de la vida popular, el resquebrajamiento de la deferencia y cómo la “igualdad” –un componente central del discurso revolucionario– se convirtió en herramienta de impugnación de las jerarquías heredadas.
Las evidencias son diversas, fragmentarias y dispersas: se encuentran en los insultos, en la frecuente desobediencia de las tropas, en los gritos de los tumultos o en el hostigamiento callejero. “Ahora gobernamos los negros a los blancos” podían decirles los guardias a un oficial español prisionero expresando más un deseo que una realidad; pero esas actitudes son las que hacían creíbles algunos rumores que circulaban entre “negros” y “mulatos”: había llegado el momento de “matar a todos los españoles” y que no eran muy distintos de los sentimientos que incentivaban los pasquines que aparecían.
Pero, en cada lugar, las disputas políticas adquirieron perfiles y contenidos diferentes de acuerdo a las tensiones sociales y raciales que en cada una imperaban y que la crisis revolucionaria había politizado. Claramente, lo expresaban, por ejemplo, las denuncias de las autoridades de Corrientes: los indios y campesinos sublevados ya no distinguían entre “europeos” y “patricios” y como estaba sucediendo en todo el litoral sus acciones amenazaban a los grupos propietarios y en ocasiones “a todos los blancos”.
De esas tensiones y sentimientos dio cuenta el Reglamento para el fomento de la ganadería y redistribución de las tierras que emitió Artigas en 1815: las tierras a distribuir serían las que pertenecían a “los malos europeos y peores americanos”; los beneficiados deberían ser “los más infelices”, es decir, “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres.”
Lo que estaba sucediendo en el litoral rioplatense sería incomprensible sin considerar el protagonismo indígena y, en particular, la alianza de los pueblos misioneros con Artigas. Por eso, en el área misionera el antagonismo entre “americanos” y “europeos” y entre federales y centralistas se transformó en una confrontación social e inter-étnica creando las condiciones para que se produjera una revolución muy diferente que amenazaba con “pasar a Cuchillo a todo Blanco”. Esa insurrección no solo expandió la influencia de Artigas por todo el litoral sino que significó una revolución en el gobierno de los pueblos y dio lugar al intento de reconstruir la antigua provincia jesuita, pero sin jesuitas ni dependencia de España, Portugal, Asunción o Buenos Aires y bajo la conducción indígena.
Hubo, entonces, otras revoluciones posibles, deseadas o imaginadas, muy distintas y más radicales de aquella que el Congreso quería dar por finalizada. Fueron revoluciones derrotadas, en buena medida por las condiciones que impuso la invasión portuguesa y el apoyo que obtuvo entre sectores elitistas o el aprovechamiento que hicieron de ella. Contra esa invasión se libró otra guerra de independencia que la recortada memoria histórica argentina suele olvidar. Pero ni la derrota ni la frustración de esas aspiraciones populares justifica olvidarlas. Y a la hora de conmemorar el Bicentenario convendría retomar una enseñanza del maestro Alfredo Zitarrosa; “hay olvidos que queman y memorias que engrandecen”.
* Profesor Titular de Historia de América Colonia, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto Ravignani, UBA-Conicet.
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