viernes, 8 de julio de 2016

El debate de la Independencia. El desafío de la gobernabilidad. Por Alberto Lettieri.


El desafío de la gobernabilidad

En esta segunda entrega de la serie escrita por un grupo de historiadores coordinados por Sergio Wischñevsky, Alberto Lettieri describe el fuerte debate que se planteaba a partir de la necesidad de darle un sesgo definitivo al proceso iniciado en 1810 y al mismo tiempo ganar gobernabilidad.


La construcción de un orden político legítimo y los alcances territoriales de su autoridad constituyó tal vez el principal desafío que planteó la ruptura del Régimen Colonial. El abandono apresurado de la capital virreinal por parte del Marqués de Sobremonte desató una profunda crisis de legitimidad en la relación colonial. 
Su huída explicitaba los riesgos que implicaba la subordinación a un monarca que no estaba en condiciones de hacerse cargo de sus dominios. Si bien el Pacto Colonial preveía la retroversión de la soberanía en los pueblos para casos similares, la cuestión era mucho más compleja, puesto que legalmente esos pueblos sólo estaban articulados entre sí a través de la subordinación a un soberano común. 

¿Cuál era la mejor solución para garantizar la gobernabilidad? ¿Mantener artificialmente la sobrevida del orden precedente? ¿Establecer nuevos pactos coloniales con otros imperios europeos? ¿O reasumir la soberanía y avanzar en el camino de la Independencia? Para el 9 de julio de 1816 la respuesta que podía ensayarse sería aún incompleta. 

La Revolución en América 


En mayo de 1808 se creó la Junta Central de Sevilla, con el objetivo de articular un circuito de Juntas coloniales y movimientos de resistencia para preservar los derechos de Fernando VII y repeler la invasión francesa. Bernardo de Monteagudo se opuso drásticamente en su célebre “Silogismo de Caracas”: “¿Debe seguirse la suerte de España o resistir en América? Las Indias son un dominio personal del rey de España; el rey está impedido de reinar; luego las Indias deben gobernarse a sí mismas.” 

Sin embargo, privaron posiciones más cautas que preferían aferrarse a los restos del andamiaje colonial. El 1 de enero de 1809 la asonada que pretendió reemplazar al Virrey Liniers por una Junta de Gobierno a nombre de Fernando VII presidida por el Alcade Martín de Alzaga fue derrotada por las milicias criollas, conducidas por Cornelio Saavedra. En el mes de Junio, la Junta Central de Sevilla designó a Baltasar Hidalgo de Cisneros como nuevo Virrey. 

Otros estallidos no tardaron en producirse. El 25 de mayo de 1809 la Revolución de Chuquisaca destituyó al Gobernador Real y designó una Junta de Gobierno a nombre de Fernando VII. A mediados de Julio, la escena se repitió en La Paz. Si bien ambas fueron aplastadas, el espíritu revolucionario sobrevivió. 

La caída de la Junta Central de Sevilla, en 1810, aceleró el trayecto revolucionario. El 25 de mayo, el Cabildo Abierto de Buenos Aires designó una Junta de Gobierno encabezada por Cornelio Saavedra. Ya que el Cabildo sólo tenía facultades sobre la ciudad y su ejido, pretendió justificar la decisión apelando a dos argumentos clave: la asunción del gobierno a nombre de Fernando VII a los fines de preservar sus intereses -conocido como la “máscara” de Fernando VII- y su pretendida condición de “hermana mayor y guía de las Provincias” y capital virreynal, sostenido por Juan José Paso. 

La tesis de la “máscara” contaba con el favor de la diplomacia británica, que no podía aprovechar el cautiverio de su ahora aliado Fernando para alentar la atomización de sus dominios, ni mucho menos para apropiarse de ellos. La de la “hermana mayor” era mucho menos sólida, ya que antes de 1776 –un puñado de años atrás– Buenos Aires no había sido más que un fuerte marginal en territorio americano. 

Las resistencias encontradas motivaron dos líneas de acción posible. La de Saavedra, consistente en invitar a los Cabildos del territorio Virreinal a enviar representantes, a los fines de conformar una Junta Grande provista de legitimidad indubitable y la centralista, sostenida por los morenistas, el comercio de Buenos Aires y la diplomacia británica, interesados en que Buenos Aires asumiera el papel de nueva metrópoli. Quedaba claro que sólo la guerra viabilizaría esta opción, y a los fines de justificarla fue redactado el legendario “Plan de Operaciones”. 

La fragmentación territorial y la guerra se impusieron en el territorio americano. No faltaron los experimentos políticos, aunque sus resultados fueron acotados. Entre ellos se destaca la Asamblea del Año XIII, que avanzó en la proclamación de símbolos nacionales, una creciente autonomía administrativa y la libertad de vientres, pero rápidamente comenzó a languidecer, hasta disolverse en 1815 sin haber concretado la sanción de la Independencia. Tampoco los Triunviratos ni el Directorio Supremo consiguieron resolver el problema de la gobernabilidad. La alternativa de una solución confederal, sostenida por Artigas, resultaba difícil de digerir para una dirigencia porteña, al punto de realizar cualquier sacrificio -desde ofrecerle la independencia a la Banda Oriental hasta propiciar la invasión portuguesa- a condición de desembarazarse del incómodo Protector de los Pueblos Libres. 

Los ritmos de la Revolución estaban muy condicionados también por la evolución del proceso europeo. La sucesión de derrotas napoleónicas posibilitó la sanción de la Constitución liberal de Cádiz de 1812 y, poco después, el Tratado de Valencay de 1813, que repuso en el trono español a Fernando VII. Sin embargo, su determinación de reimplantar la monarquía absoluta causó estupor en el Río de la Plata, donde no se advertía disposición alguna a retornar a los tiempos coloniales. El 29 de junio de 1815 Artigas reunió al Congreso de Oriente, que manifestó la voluntad independentista de las Provincias del Litoral. 

Desde Buenos Aires fueron enviados a Europa Sarratea, Belgrano y Rivadavia, previo paso por la Corte paulista, para dialogar con la Infanta Carlota. Sus instrucciones: garantizar la “independencia política de este Continente, o a lo menos la libertad civil de estas Provincias”. Debía negociarse con España e Inglaterra, sin descartar a Rusia, Francia, Alemania y Estados Unidos. Se trataba de negociar una monarquía constitucional, ya fuera con Fernando VII o con otro príncipe o princesa, en tanto se garantizara el gobierno autónomo de las Juntas americanas. La entronización de un príncipe incaico y la vía republicana se mantenían como opciones a considerar en caso de fracaso de las tratativas. 


El Congreso de Tucumán: “fin de la revolución, principio del orden” 


Los enviados retornaron con las manos vacías cuando el Congreso de Tucumán estaba a punto de iniciarse. En las reuniones preliminares los congresales suscribieron un manifiesto en el que denunciaban su propósito último. Su consigna: “fin de la revolución, principio del orden”. Luego de mantener una reunión informativa sobre la situación internacional con Manuel Belgrano –quien sugirió la opción de la monarquía constitucional incaica–, el 9 de julio de 1816 se procedió a proclamar la Independencia de España a nombre de las Provincias Unidas de Sud América. Diez días después se agregó la frase: “y de toda dominación extranjera”. 

Los argumentos de José de San Martín también fueron determinantes. “¿No le parece a usted –le escribía a Godoy Cruz– una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo?¿Qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos.” 

A inicios de 1817 el Congreso debió trasladarse de apuro a Buenos Aires, a consecuencia de las contingencias de la guerra. La Proclama de Independencia, publicada en castellano, quichua y aymará, era generosa en sus ambigüedades, ya que no incluía modelo estatal ni límites territoriales, ni tampoco resolvía la cuestión de la forma de gobierno. Esas definiciones deberían ser el resultado de consensos y confrontaciones posteriores, una vez que las guerras hubieran concluido., tal vez aceptando el consejo del Gral. José de San Martín: “Seamos libres, lo demás no importa nada”. El tiempo y la sangre resolverían el resto. 


* Doctor en Historia, Conicet. 

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-303614-2016-07-07.html

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